Cada noche me llevaba conmigo solo a la vieja perra de mi abuela, Berta. Ni siquiera sospechaba que ese animal guardaba más secretos que recuerdos. Pasaron unos días y descubrí el secreto que mi abuela había escondido… en un lugar donde nadie habría pensado buscarlo.

Mi familia solo podía reunirse por dos motivos: dinero o muerte.
Por desgracia, aquel día coincidieron las dos cosas.

Yo estaba en el cementerio mirando cómo el ataúd bajaba a la tierra.
Sujeté con fuerza la correa de Berta. La perra tiraba hacia adelante, como si quisiera seguir a mi abuela.

Berta había sido su fiel compañera, “la única en quien de verdad puedo confiar”, solía decir mi abuela.

Era una mujer extraña, pero buena. A lo largo de su vida había ganado mucho dinero, pero ni a sus hijos ni a sus nietos les dio ni un céntimo.
En cambio, pagó nuestros estudios: creía que cada uno debía ganarse todo por sí mismo, como hizo ella en su momento.

Herencia

Después del funeral, todos nos reunimos en su casa para escuchar el testamento.
Yo sabía que habría escándalo, así que ya tenía mis cosas preparadas.

Mientras esperábamos al abogado, nadie pronunció una palabra.
El aire estaba cargado de tensión, solo había miradas frías y desconfiadas.

— Meredith, tú también eres médico, ¿verdad? —preguntó con desgana mi tía Florence.
— Enfermera —respondí.
— ¿¡Enfermera!? —se sorprendió el tío Jack—. ¡Con eso no te vas a hacer rica! Tom tiene un taller de coches, Alice una cadena de salones de belleza…

— Yo ayudo a la gente, y con eso me basta —dije en voz baja.
— No puedo creer que yo te haya dado a luz —murmuró mi madre.

Hablábamos como mucho tres veces al año: en mi cumpleaños, en el suyo y en Navidad.

El anuncio del abogado

Sonó el timbre. Fui a abrir la puerta.
En el umbral estaba el señor Johnson, el abogado de mi abuela.
Entró, pero rechazó sentarse.

— No quiero quitarles mucho tiempo —dijo tranquilamente—. En realidad, hay poco que discutir.
— ¿Cómo que poco?! ¿Y el testamento? —gritó mi madre.
— ¡Seguro que le dejó algo a alguien! —añadió el tío Jack.

— Cassandra dispuso las cosas de otro modo —respondió el abogado, seco.
— ¿Qué significa “de otro modo”? —preguntó la tía Florence.

— Nadie recibe nada de la herencia —dijo con calma el señor Johnson.

La habitación se llenó enseguida de gritos e indignación.

— ¿Cómo que nada?! ¿Quién se queda con la casa y el dinero? —vociferó mi madre.
— Eso no puedo revelarlo —contestó él—. Les pido que abandonen la casa.

Nadie se movió.

El destino de Berta

— ¿Y qué vamos a hacer con esa perra vieja? —preguntó la tía Florence.
— Habrá que sacrificarla —dijo fríamente mi madre.
— De acuerdo —asintió el tío Jack—. Total, ya es vieja.

— ¡No pueden hacer eso! —grité.
— ¿Y qué propones? ¿Dónde la metemos? Mejor eso que dejarla en la calle —respondió mi madre.

— La abuela quería a Berta. Alguien tiene que cuidar de ella —dije.
Todos se echaron a reír.
— Si la quieres, llévatela —soltó mi madre.

— Pero en mi piso no permiten animales… —intenté explicar.
— Entonces la sacrificamos —cortó el tío Jack.

Suspiré hondo.
— Está bien. Me llevaré a Berta.

Nueva vida… y un misterio

Llevé a la perra a casa. Al final, el dueño del piso aceptó que se quedara, aunque me subió el alquiler.
Berta estaba triste, echaba de menos a mi abuela, igual que yo.

Una noche, al volver del trabajo, oí golpes en la puerta.
En el pasillo estaba mi madre.

— ¡Sé que lo tienes tú! —gritó.
— ¿El qué? —me quedé desconcertada.
— ¡La herencia! ¡La abuela te lo dejó todo a ti! —chillaba.

— Lo único que recibí fue a Berta —dije.
— ¿A la perra? No mientas —exclamó, y salió corriendo escaleras abajo.

Me dejé caer en el sillón, destrozada.
Berta apoyó la cabeza en mis rodillas. La acaricié… y de pronto vi algo en su collar.

La pista

En la chapa estaba grabado: una dirección y el número 153.
Lo miré en el navegador: era la estación de tren.
¿Podría ser el número de una consigna? Pero ¿dónde estaba la llave?

Dentro de la chapa encontré una diminuta llavecita.
Fui a la estación y abrí la taquilla 153.
Dentro había un sobre con mi nombre: «Meredith».

Dentro había una carta escrita a mano y varios documentos.

El mensaje de mi abuela

«He decidido dejarlo todo a quien tenga el corazón puro,
a quien no se aproveche de los demás.

Toda mi fortuna irá a parar a la persona
que cuide de Berta.

Estoy segura de que serás tú, Meredith.
Eres la única que aún es capaz de ser buena.

Con cariño,
Tu abuela».

Cuando terminé de leer, se me llenaron los ojos de lágrimas.
Entre los papeles estaba el verdadero testamento.

La familia regresa

— ¡Ajá! ¡Sabía que escondías algo! —oí la voz de mi madre a mi espalda.
Me giré: detrás de ella estaba el tío Jack.

— Te seguimos —dijo—. Entréganos esos documentos.

Pero antes de que pudiera responder, de la oscuridad apareció el señor Johnson.

— Mi teléfono me avisó de que la taquilla se había abierto —explicó—. Lo esperaba.

— ¡No tienes derecho a meterte en esto! —gritó mi madre.
— La herencia está vinculada a Berta —dijo con calma el abogado—. Y fue Meredith quien se hizo cargo de la perra. Esa es la decisión final.

Mi madre y mi tío, ardiendo de rabia, se marcharon.

Legado y promesa

El señor Johnson se volvió hacia mí:
— Cassandra quería que su dinero fuese a manos fiables.

Asentí.
— Donaré la mayor parte al hospital donde trabajo —le dije.
— Ahora todo esto es tuyo. Haz con ello lo que consideres correcto —respondió.

Cuando se fue, Berta se acurrucó contra mis piernas.
Supe que, en algún lugar allá arriba, mi abuela estaba sonriendo.

Al final, la verdadera herencia no eran el dinero ni la casa,
sino la humanidad que ella había dejado dentro de mí.

Cada noche me llevaba conmigo solo a la vieja perra de mi abuela, Berta. Ni siquiera sospechaba que ese animal guardaba más secretos que recuerdos. Pasaron unos días y descubrí el secreto que mi abuela había escondido… en un lugar donde nadie habría pensado buscarlo.
Принципы счастья буддистов