Una madre pobre que cría a quintillizos recibe una grata sorpresa cuando, en la caja del supermercado, se da cuenta de que no le alcanza el dinero para pagar la compra y un desconocido acude en su ayuda.
Rachel y su esposo Jack estaban llenos de ilusión cuando supieron que iban a tener quintillizos. Llevaban muchos años intentando convertirse en padres y, cuando llegaron de golpe cinco bebés, la felicidad parecía no tener límites.
Jack trabajaba como camionero de larga distancia y ganaba lo suficiente, así que, cuando nacieron los niños, Rachel pudo dejar su empleo para dedicarse por completo a cuidarlos. Durante cuatro años todo transcurrió sin problemas, y ninguno de los dos imaginaba que algo pudiera romper esa estabilidad. Pero un día todo cambió y Rachel se encontró sin saber cómo seguir adelante.
Una mañana Jack salió muy temprano a la carretera y nunca volvió. Era su aniversario de bodas, y Rachel había intentado convencerlo de que se quedara en casa, porque tenía un mal presentimiento, una sensación extraña de que algo no iba bien. Sin embargo, Jack la tranquilizó. «No te preocupes, cariño. Volveré a tiempo, te lo prometo».
Esa promesa nunca llegó a cumplirse. Más tarde, ya entrada la tarde, Rachel recibió una llamada de la policía: Jack había muerto en un accidente de camión. La joven quedó viuda de repente y lloró sin consuelo, pero nada podía cambiar lo ocurrido. Jack se había ido para siempre y a ella le tocaba asumir el papel de cabeza de familia.
Como los quintillizos apenas tenían cuatro años, no podía dejarlos solos en casa. Contratar a una niñera era imposible, porque sus ahorros eran escasos y ya no entraba dinero cada mes. Tampoco podía contar con los vecinos, que no eran precisamente amables ni estaban dispuestos a ayudar.
Abrumada por la situación, Rachel ni siquiera encontraba tiempo para llorar tranquilamente a su marido: se lanzó a buscar cualquier manera de mantener a sus hijos. Empezó a tejer bufandas y gorros de lana y a venderlos para ganar algo, pero en cuanto llegó el verano, su pequeño negocio dejó de funcionar. Su talento ya no bastaba y el dinero empezó a faltar.
Un día fue al supermercado para comprar comida y algunos productos para la fiesta de cumpleaños de sus hijos, pero los precios la hicieron fruncir el ceño. «¿Desde cuándo el cacao en polvo está tan caro? ¡Cinco dólares por un paquetito! Ni siquiera he puesto la mitad de lo que necesito y el total ya marca 50 dólares. Dios mío… Tendré que devolver algo».
Volvió a dejar el cacao en el estante y, en lugar de ingredientes para hacer un pastel de chocolate, tomó una bolsa de simples galletas. Iba camino del siguiente pasillo cuando uno de sus hijos, Max, empezó a insistir en que quería dulces. «¡Mamá! ¿Me compras caramelos? ¡Por favor!»
«Ay, cariño», suspiró Rachel, deteniéndose. «Los caramelos no son buenos para tus dientes. El dentista dice que los estropean. Y además son caros, y mamá todavía tiene que comprar lo que hace falta para tu pastel».
Pero para un niño de cuatro años aquello no tenía sentido. Max rompió a llorar a gritos, llamando la atención de todos los clientes que estaban cerca. «¡No, mamá! ¡Yo quiero! ¡QUIERO CARAMELOS!»
«¡Sí, mami, nosotros también queremos caramelos! ¡POR FAVOR!» gritaron al mismo tiempo los otros cuatro niños.
Rachel estuvo a punto de entrar en pánico allí mismo, mientras sentía que todas las miradas se clavaban en ella, y al final terminó cediendo. Metió algunas golosinas en el carrito para calmar a los pequeños. Sin embargo, cuando llegó a la caja para pagar, la esperaba otro problema.

«¿Tan difícil es revisar los precios antes de comprar?» murmuró con fastidio la cajera, Lindsey. «Le faltan 10 dólares, así que tengo que quitar algunas cosas». Empezó a retirar las galletas de chocolate, las barritas y otros productos para recalcular el monto, pero Rachel la detuvo.
«Por favor, no quite eso. Eh… mejor hagamos esto: devolveré el pan y…», dijo Rachel, empezando a elegir qué artículos dejar.
La ayuda puede llegar desde los lugares más inesperados. Mientras tanto, Max se había escapado hacia otro pasillo, donde estaban los cartones de leche, y Rachel estaba tan preocupada en la caja que ni siquiera se dio cuenta. El niño caminaba curioso por la tienda cuando se cruzó con una anciana. «Hola, jovencito. Soy la señora Simpson. ¿Cómo te llamas? ¿Y qué haces aquí solo?» le preguntó ella, dedicándole una sonrisa.
«Hola, señora Simpson. Me llamo Max y tengo cuatro años. ¿Y cuántos años tiene usted?»
La mujer mayor se sonrojó ligeramente. «Tengo unos cuantos más que tú, Max. Digamos que unos 70. ¿Dónde está tu mamá?»
«Mamá está discutiendo con alguien. Dice que no tiene suficiente dinero y que tenemos que dejar algunas cosas aquí».
«¿De verdad?» preguntó la señora Simpson, preocupada. «¿Puedes llevarme con tu mamá?»
El pequeño asintió y corrió de regreso hacia las cajas, con la señora Simpson siguiéndole el paso. Lindsey ya había perdido la paciencia con Rachel y la regañaba sin pudor. «Mire, señora, si no puede pagar estas cosas, ¡no venga a comprar aquí! ¡Apártese! ¡Los demás clientes están esperando!» Apartó la bolsa de Rachel a un lado y llamó al siguiente. «¡Siguiente!»
«No, espere, por favor…» alcanzó a decir Rachel, pero una voz detrás de ella la interrumpió.
«No hace falta que quite nada. ¡Su cuenta ya está pagada!», declaró la señora Simpson, acercándose a Lindsey y tendiéndole su tarjeta de crédito. «Cobre todo, incluso los productos que ya había separado».

