La primera palabra de mi bebé no fue «mamá», sino un nombre que nadie en mi familia recordaba

Me llamo Liana Hale y, como casi todas las madres que tienen a su primer hijo, estaba completamente pendiente de cada etapa de su desarrollo.

La primera risa, el primer intento de gatear, el primer diente: lo anotaba todo en un cuaderno tierno, con conejos de acuarela en la portada.

Pero lo que más ilusión me hacía era escuchar su primera palabra.

Mi hija Ella tenía algo más de diez meses cuando eso ocurrió.

Era una mañana de domingo.

Nos habíamos quedado a pasar unos días en casa de mi madre, la abuela de Ella, en el norte del estado de Nueva York.

Yo estaba en la cocina preparando café, aún en pijama, mientras mi madre y Ella se quedaban en la sala de estar.

La televisión estaba encendida; emitían un dibujo animado infantil que no conocía: colores chillones, voces agudas, el típico caos.

Y entonces lo oí.

Ella señaló la pantalla con su manita y gritó con entusiasmo:

—¡Bimbo!

Me quedé inmóvil, con la taza en el aire.

—¿Qué acaba de decir? —grité desde la cocina.

Mi madre se echó a reír:

—Creo que ha dicho «Bimbo». ¡Qué gracioso!

Entré en la habitación todavía desconcertada.

—Ni siquiera balbucea sonidos así —protesté—. Normalmente sólo hace «ba-ba» o «da-da». ¿De dónde ha sacado eso?

Mi madre se encogió de hombros mientras acunaba a Ella sobre sus rodillas:

—Seguramente lo ha pillado del dibujo.

Miré entonces a la pantalla.

En ella aparecía un perro de caricatura con capa azul que volaba de un lado a otro mientras repetía:

—¡Adelante, amigos de Bimbo!

—Madre mía —murmuré.

Al principio me reí.

Las dos nos reímos.

Grabé con el móvil cómo lo repetía: Ella volvía a señalar la tele y a gritar «Bimbo», como si fuera su mejor amigo.

Pensé que algún día sería una anécdota divertida.

Pero aquella noche, cuando se lo conté a mi marido, Marcus, se le borró la sonrisa.

—¿Dijo qué? —preguntó, pálido.

Le enseñé el vídeo en el teléfono.

Lo vio dos veces y luego alzó la mirada hacia mí, muy despacio.

—Liana, esto es… raro.

—Es sólo el nombre del personaje —intenté restarle importancia.

Él negó con la cabeza.

—No —dijo—. Me parece raro porque mi madre me llamaba Bimbo.

Sentí que se me encogía el estómago.

—¿Cómo?

—Cuando era pequeño —explicó—. Era mi apodo. Ni siquiera recuerdo de dónde salió, tal vez de algún libro. Dejó de usarlo cuando yo tenía unos cinco años. No lo he vuelto a oír en décadas.

—¿Tu madre ve ese dibujo animado? —pregunté.

—No. Y creo que la serie es bastante reciente.

Los dos nos quedamos mirando a Ella, que masticaba la oreja de una jirafa de peluche.

Marcus continuó en voz baja:

—No es un nombre habitual. Prácticamente nunca se lo he oído a nadie. Es… inquietante.

Al día siguiente pudo más la curiosidad.

Busqué la serie, «El valiente Bimbo», y acabé en varios foros de madres y padres.

La mayoría de los comentarios eran de lo más normal: «Hace demasiado ruido», «A mi hija le encanta», «Los colores están muy bien».

Pero uno en particular me llamó la atención.

¿Soy la única a la que este dibujo le da mal rollo? Mi niña dice «Bimbo» incluso cuando la tele está apagada. Casi no lo ponemos, pero es como si recordara algo que, en teoría, no llegó a ver.

Seguí deslizando y encontré mensajes parecidos.

Había todo un hilo de padres contando que sus hijos se habían obsesionado de forma extraña con ese perro animado.

Algunos comentaban que los niños empezaban a hablar dormidos.

Una madre incluso decía que su hijo dibujaba siempre al mismo personaje, aunque ya no viera ese capítulo.

Se lo enseñé a Marcus.

—Esto no es normal —susurró.

Decidimos que Ella no volvería a ver aquel dibujo, aunque en realidad sólo lo había visto esa vez en casa de mi madre.

Pero entonces pasó algo aún más extraño.

Unos días después, hablábamos con mi madre por videollamada cuando Ella se lanzó hacia el teléfono y volvió a gritar:

—¡Bimbo!

Mi madre se rió:

—Todavía se acuerda.

Yo le pregunté con cautela:

—Mamá… ¿alguna vez has usado esa palabra antes? Digo, en general.

Ella dudó un instante:

—Pues… sí. Cuando tú eras pequeña, tu abuela te llamaba así. Me acabo de acordar.

—¿En serio? ¿Por qué?

—No lo sé. Nunca me lo planteé. Siempre pensé que era un mote inventado.

Algo hizo clic en mi cabeza.

Saqué una caja con fotos de cuando yo era niña, la que heredé cuando mi abuela murió el año pasado.

Una imagen en blanco y negro me atrapó: mi bisabuela sosteniendo a un bebé regordete en brazos.

Detrás, escrito a mano, se leía:

«Mi dulce Bimbo, 1938».

Volví a llamar a mi madre.

—Mamá, míralo. Ese nombre ha estado en la familia, como mínimo, cuatro generaciones.

Ella entornó los ojos para leer mejor.

—Vaya cosa —murmuró.

—Así que no se trata del dibujo —concluí—. Ella no se limitó a repetir algo que oyó. De alguna manera CONOCÍA ese nombre.

Sinceramente, me dio un poco de miedo.

Porque entonces dejaba de ser sólo su primera palabra.

Era un nombre que había ido pasando de mujer en mujer, susurrado a través del tiempo.

Un nombre que no aparecía en documentos oficiales ni en cuentos.

Sólo vivía en la memoria.

Y ahora, de alguna forma, mi niña lo había traído de vuelta.

En las semanas siguientes, Ella dejó de decirlo.

Al fin empezó a decir «mamá», luego «perro», «libro» y «no» (su favorita).

Pero a veces, cuando juega con un perro de peluche que antes fue mío, se queda mirándolo fijamente y le susurra algo.

No siempre alcanzo a entenderlo.

Aunque una vez, lo juro, lo oí claro.

—Bimbo.

Ahora ya no me asusta.

Ahora me parece algo hermoso.

Porque quizá el lenguaje no sea sólo algo que se aprende.

Tal vez también se herede.

Quizá ciertos recuerdos se queden guardados muy hondo, en nuestros huesos, esperando al alma adecuada para despertar.

Así que sí: la primera palabra de mi hija no fue «mamá».

Fue un nombre que, en teoría, nadie conocía.

Pero en realidad siempre fue nuestro.

La primera palabra de mi bebé no fue «mamá», sino un nombre que nadie en mi familia recordaba
Padre héroe. Saltó desde un 7º piso para salvar la vida de su hijo de 4 años