«Una millonaria soltera le rogó a un hombre sin hogar: “Por favor, cásate conmigo”. Lo que él pidió a cambio sorprendió a todos…»
Era un día lluvioso en el centro de Seattle. Los transeúntes se apresuraban por las aceras mojadas, los paraguas luchaban contra el viento, y nadie se fijaba en el hombre acurrucado bajo un puente, envuelto en una manta raída. Se llamaba Ethan Cole, antes ingeniero y ahora sin hogar tras un accidente de coche y unas facturas médicas que lo dejaron sin nada.
Al otro lado de la calle, un sedán negro frenó de golpe. De él bajó Isabella Grant, multimillonaria y directora ejecutiva de una empresa de tecnología de lujo, con lágrimas en las mejillas y las manos temblorosas. Ese día no pensaba en negocios: estaba desesperada.
Ethan observó cómo ella cruzaba la calle, con los tacones salpicando los charcos. Ella se detuvo frente a él.
—¿Está… bien, señora? —preguntó él con cautela.
Ella respiró hondo. —Necesito su ayuda —dijo con la voz temblorosa—. Por favor… cásese conmigo.
Ethan parpadeó. ¿Una multimillonaria pidiéndole a un hombre sin hogar que se casara con ella? No estaba bromeando. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Le pagaré —añadió ella rápidamente—. Tendrá comida, un techo, todo. Solo necesito que se case conmigo… hoy.
—¿Por qué yo? —preguntó Ethan, incrédulo.
Lanzando una mirada nerviosa a su alrededor, Isabella murmuró: —Si no me caso antes de medianoche, el consejo de administración tomará el control de la empresa de mi padre. Está en su testamento. No confío en nadie más, y ellos solo quieren mi dinero.
Ethan dudó. No tenía nada: ni casa, ni familia. Pero ahí estaba una oportunidad con la que nunca se habría atrevido a soñar.
—Si acepto… ¿qué pasará después? —preguntó en voz baja.
—Usted obtendrá lo que quiera —respondió Isabella con suavidad.
La lluvia arreció. Ethan estudió su rostro: no el de una multimillonaria impecable, sino el de una mujer asustada, dispuesta a todo para salvarlo todo. Por primera vez en años, se sintió necesario.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré.
Una hora después se casaron en un pequeño juzgado: sin invitados, sin flores, solo dos almas rotas unidas por la desesperación.
Después, Isabella llevó a Ethan a su mansión con vistas a la bahía de Puget Sound. Todo brillaba de lujo. Su hijo, Oliver, de seis años, se asomó tímidamente detrás de una columna. Ethan se arrodilló:
—No he venido por tu mamá… solo quiero ayudar —dijo.
Poco a poco, la desconfianza de Oliver se suavizó.
Esa noche, mientras Ethan comía su primera cena caliente en meses, Isabella preguntó con cautela:
—¿Qué quieres? ¿Dinero? ¿Un coche? ¿Una casa?
Ethan negó con la cabeza.
—Quiero trabajo. Quiero ganármelo yo, no que me lo den.
En las semanas siguientes, Ethan trabajó como mecánico en su empresa. Era humilde, aplicado, inteligente. Oliver volvió a reír y a seguirlo a todas partes. Isabella notó los cambios no solo en la casa, sino también en ella misma.
Entonces el consejo de administración descubrió la verdad: se había casado con un hombre sin hogar. Amenazaron con revelar todo, destruir su reputación y quitarle el cargo.
—También te destruirán a ti —se preocupó Isabella.
—No pueden quitarme algo que nunca tuve —respondió él con una sonrisa triste.
El escándalo estalló en los titulares: «¡Multimillonaria se casa con un sin techo para salvar su imperio!» Esa noche Ethan desapareció, dejando una nota:
—Me diste un hogar, pero no seré la razón por la que pierdas el tuyo. Gracias por verme.
En la conferencia de prensa, destinada a apartarla, Isabella sorprendió a todos:
—Sí, me casé con un hombre sin hogar —declaró—. Porque él nunca me trató como dinero. Quería dignidad, algo que no se puede comprar.
La multitud se quedó en silencio y luego estalló en aplausos. La opinión pública cambió al instante.
Dos semanas después, ella encontró a Ethan haciendo voluntariado en un refugio.
—Tú debes dirigir tu imperio —dijo él.
—Yo no puedo dirigirlo sin el hombre que me enseñó a cuidar —respondió ella, tomando su mano.
Ese invierno se casaron de nuevo, de verdad: sin contratos, sin cámaras, solo una familia. Oliver estaba allí, sosteniendo los anillos.
Años después, todavía hablan de la multimillonaria que se casó con un hombre sin hogar no por poder, sino por amor.
A veces los corazones más ricos pertenecen a quienes lo han perdido todo.

