Esta novia confió en Claudia Llagostera para dar forma a su look nupcial, con ese aire mediterráneo y especial que deseaba para su boda de verano.
Cuando llega el momento de dar el “sí, quiero”, muchas novias no tienen una imagen cerrada de su vestido ideal. Se dejan guiar por referencias, sensaciones y recuerdos, pero necesitan la seguridad de una mirada experta que las acompañe en el camino. El estilo de Carla no encajaba en una propuesta clásica y esa necesidad de sentirse ella misma fue lo que la llevó a confiar en Claudia Llagostera desde el primer minuto. Juntas construyeron un look profundamente personal, cargado de historia familiar y de piezas llenas de significado.

“Mi miedo era no verme guapa vestida de novia porque los diseños clásicos no iban nada conmigo”, admite. Ese punto de partida lo cambió todo. La tradición más rígida no iba con ella; buscaba algo que respirara la energía relajada del verano y la esencia mediterránea de Altea, la localidad donde se casaría con Tote, su compañero de vida desde hace más de diez años.

Un vestido desmontable con capa
El estilo y el lenguaje estético de la diseñadora encajaban a la perfección con lo que Carla tenía en mente: “Tenía claro que Claudia iba a saber captar perfectamente qué me podría ir bien”, recuerda. La conexión fue inmediata, pero el camino hasta el diseño definitivo no fue recto.

En las primeras pruebas, confiesa, no terminaba de reconocerse. “En las pruebas iniciales sentía que no era mi vestido… Fue casi como un salto de fe”. Aun así, su confianza en Claudia y en su equipo nunca flaqueó y la espera tuvo recompensa. “La prueba final fue espectacular, ahí fue cuando de verdad aluciné y me vi por fin como siempre había querido”.

Uno de los momentos clave fue “la aventura” de encontrar el escote perfecto. “El primero no me convencía, el siguiente tenía el pico demasiado alto…”, recuerda entre risas. Después de varios intentos, dieron con la silueta ideal: un vestido en gasa de seda y satén, de caída ligera y aire relajado.

La pieza más especial del conjunto fue una capa que, en origen, iba a ser un abrigo. Cuando se probó aquella primera toilé, supo que no encajaba con ella. Ajuste tras ajuste, prueba tras prueba, acabó naciendo una pieza vaporosa, confeccionada también en gasa de seda y abierta en la espalda. El remate lo ponían unos encajes antiguos de la familia, bolillos cosidos a mano procedentes de sus bisabuelas, que convertían la capa en un ejercicio de artesanía y en una pequeña obra de arte. Además de encajar con la idea general de la boda, era un guiño directo a las mujeres de su familia, una forma de llevarlas consigo en un día tan importante.


Y había un detalle más: el vestido era convertible. Tras la ceremonia, Carla se despojó de la capa y dejó que el diseño se mostrara tal cual era: limpio, fresco y con una espalda impactante. Un vestido pensado para disfrutar, moverse y, sobre todo, sentirse ella misma en cada momento del día.

Un velo heredado y un ramo casi imposible
Los accesorios también contaban historias, y esa suma de recuerdos fue lo que terminó de dar alma al look. La pieza más emotiva, quizá, fue el velo: una auténtica joya familiar. “Era el mismo con el que se casaron mi bisabuela y mi abuela”, explica. Llevarlo era un honor, aún más sabiendo que su abuela estaría presente para verla vestida de novia.


Los zapatos fueron un regalo de sus mejores amigas, Ana y María: un diseño de Amina Muaddi que, según cuenta, fue “amor a primera vista”. A ello se añadió otro detalle muy especial: su amiga Colubi le regaló el camisón y la bata de Serene Collection, un obsequio que Carla guarda con enorme cariño y del que sabe que disfrutará siempre.

En cuanto a las joyas, eligió piezas llenas de significado. Los pendientes, de diamantes y oro blanco, fueron un regalo de los padres de su marido en la pedida, y las alianzas se hicieron en el mismo taller, Claudio Lacaba Joyeros, donde vivieron “una mañana muy especial”. Completó el conjunto con un collar de Paulet, regalo de su tía abuela Toya, “que es como una segunda abuela”. Cada elemento estaba impregnado de emoción.


El ramo, diseñado por Claudia de El Jardín del Cabo, fue todo un reto. Carla tenía clarísimo que quería tulipanes, aunque no fueran de temporada. Y, contra todo pronóstico, lo consiguió. “Siempre nos reíamos porque de todas las flores que pedía, ninguna era de temporada”, cuenta divertida.

Para el peinado confió en Claudia Pinedo, su peluquera de siempre y, según dice, la única capaz de peinarla exactamente como ella se siente bien. Juntas apostaron por un recogido desenfadado, natural y fresco, que no fue sencillo de conseguir. “Hicimos varias pruebas el mismo día de la boda porque no nos terminaba de salir lo que queríamos. Fuimos un poco a contrarreloj”, recuerda. Finalmente, encontraron el equilibrio perfecto.

El maquillaje corrió a cargo de Raquel Castillo, una profesional que ya había estado presente en otro momento clave: la pedida. Carla quería verse muy natural, sin artificios, y Raquel supo captar su esencia. “Me sentí comodísima todo el día”, asegura.
Su historia de amor
La relación de Carla y Tote tiene algo de destino y de tradición familiar, como si estuviera escrito. Se conocieron hace unos doce años en Segovia, gracias a la prima pequeña de ella, Caye. Al principio, todo fue una amistad larga y sólida, construida sin expectativas. Años más tarde, otra prima, Candela, los volvió a reunir en Jávea y, entonces sí, comenzó la historia de amor.

“Desde que empezamos a salir supimos que queríamos compartir la vida juntos”, recuerda Carla. Tote no tardó en dar el paso: le pidió matrimonio esquiando en Baqueira, los dos solos. El año y medio que pasó entre la pedida y la boda coincidió con la preparación del MIR de Carla, algo que, lejos de agobiarla, le dio impulso. “Me dio fuerzas para seguir estudiando”, confiesa. Tanto, que consiguió su plaza de cirugía general en Madrid justo un mes antes de casarse.

Una boda celebrada en Altea
El lugar no podía ser casual. Altea siempre había sido especial para ambos: de pequeños veraneaban allí con sus familias, de modo que casarse en ese mismo escenario fue “como cerrar un círculo”.

La preboda se celebró en el Chiringuito Mascarat, a pie de playa, con música en directo y un ambiente relajado y divertido que les permitió compartir tiempo con sus invitados.
El 28 de junio les pareció la fecha perfecta: el verano acababa de empezar, el mar estaba impresionante y acababan de celebrar su aniversario. El lugar elegido para la ceremonia fue la iglesia de Nuestra Señora del Consuelo, que lució aún más espectacular gracias al trabajo de Mamen Blasco, que convirtió el interior en un auténtico jardín botánico, tal y como deseaban los novios.

Aunque es una de las iglesias más emblemáticas de la zona, la novia vivió un pequeño contratiempo que hoy recuerda con humor: ni ella, ni su padre, ni su padrino sabían llegar. “Mi padre tuvo que bajarse del coche, ramo en mano, a preguntarle a tres chicos dónde estaba la iglesia… ¡y la teníamos delante!”, cuenta. Ese momento inesperado rompió la tensión y les regaló unas risas justo antes de la entrada al altar.


El gran día continuó en la Finca Marqués de Montemolar, un enclave con mucho encanto donde celebraron hasta la madrugada.
Una decoración cuidada al detalle
La organización fue impecable gracias a Lucía y su equipo de Bodas con Lucía, que les dieron la tranquilidad necesaria para disfrutar sin preocupaciones. El catering lo puso El Poblet, con Adolfo al frente: “Todo estaba espectacular y el servicio fue impecable”, recuerda Carla.

En la finca, la magia volvió a correr a cargo de El Jardín del Cabo, con una puesta en escena espectacular. “Claudia hace magia con la decoración de las mesas, tuve un flechazo cuando la vi decorar y en nuestra boda no fue para menos. Todo estaba cuidado al detalle”.

Lo más especial, sin embargo, fue algo mucho más profundo: “Casarme con el amor de mi vida, rodeados de las personas que más queremos y con mi abuela presente”.


