Cada vez que el hijo se va al trabajo, el suegro llama a la nuera a su habitación… hasta que un día el hijo regresa de improviso y presencia una escena que lo hace temblar…

En la vieja casa a las afueras de Quezon City, el tiempo parecía detenido. El bullicio del megalópolis llegaba como un eco lejano, y los árboles espesos que rodeaban la casa parecían vivos: susurraban, crujían, suspiraban por las noches.
Para un extraño, aquella era sólo una mansión antigua cansada por los años.
Pero para Lara, era una trampa.

Llevaba tres años viviendo allí, con su esposo, Miguel, y su padre, don Ernesto. Miguel viajaba a menudo por trabajo, dejándola a solas con el anciano, a quien intentaba respetar pero a quien cada vez temía más.

Cada vez que la puerta se cerraba tras Miguel, parecía apagarse la luz en la casa. Don Ernesto cambiaba: los ojos se le oscurecían, la voz se volvía grave, ronca.
—Lara… acércate —decía—, necesito mostrarte algo.
Ella no podía desobedecer. En su cultura, el respeto a los mayores era sagrado.

Pero cada vez que entraba en su cuarto, la invadía una sensación extraña, como si las paredes escucharan. Él podía hablar de trivialidades: la comida, las cuentas, los vecinos. Pero al final siempre decía lo mismo:
—No se lo cuentes a nadie. Ni una palabra.

Lara no entendía por qué esconder esas charlas. Sin embargo, la inquietud crecía día a día.

La caja

El jueves por la noche, mientras llovía, Lara lavaba los platos.
—¡Lara! ¡Ven rápido! —la llamó don Ernesto desde su habitación.
La voz no era como de costumbre: estaba alterada, casi asustada.

Subió la escalera.
El anciano estaba sentado a la mesa. Frente a él, una caja de madera vieja y oscura con un escudo tallado y gastado. La cerradura, abierta.

—Cierra la puerta —susurró—. Necesito tu ayuda. Sólo… no se lo digas a nadie.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
Él la miró largo rato, con ojos acorralados.
—Esto… es todo lo que queda de tu esposo.

—¿Qué dijo? —Lara palideció—. ¿Qué significa “todo lo que queda”?
—Míralo tú misma —respondió, abriendo la tapa.

Dentro había una vieja foto en blanco y negro: un hombre parecido a Miguel de pie junto a una mujer a la que Lara no conocía. Al lado, un anillo de boda y una memoria USB.

—No… entiendo —susurró Lara.
Don Ernesto suspiró.
—Miguel murió hace tres años. Enterramos el cuerpo. Y quien vive contigo ahora… no es mi hijo.

El regreso

En ese momento, una puerta golpeó abajo. Unos pasos fuertes subieron la escalera.
Don Ernesto empalideció.
—Tarde —murmuró—. Ha vuelto.

La puerta se abrió de golpe: en el umbral estaba Miguel. La ropa empapada por la lluvia, los ojos encendidos.
—¿Qué pasa aquí? —gritó—. ¿Por qué está cerrada la puerta? ¿Qué le haces a mi padre?

Lara miró desconcertada al suegro.
—Dijo que… habías muerto.
Miguel palideció, y luego soltó una risa brusca.
—¿Otra vez las historias del viejo, eh?

Pero don Ernesto se puso en pie. Le temblaba la mano.
—Basta —dijo—. Se acabó el engaño.

Lara se volvió y casi gritó. En el cuello del anciano titilaba un pequeño crucifijo de plata; en ese instante, Miguel se echó atrás como si lo hubieran golpeado. Su rostro se torció, sus facciones parecieron cambiar: los ojos se le oscurecieron, las pupilas se dilataron.

—Te dije que callaras, viejo —silbó.

La sombra con el nombre de Miguel

Lara retrocedió hasta la pared.
—¿Qué está pasando?
Miguel dio un paso hacia ella, pero había algo antinatural en sus movimientos, sacudidos, como si luchara consigo mismo.

—No lo entiendes —jadeó don Ernesto, llevándose la mano al pecho—. No es humano.
—¡Cállate! —rugió “Miguel”—. Su momento aún no ha llegado.

Golpeó al anciano; éste cayó, agarrándose el corazón.
Lara gritó.
“Miguel” se volvió hacia ella y dijo en voz baja:
—Quería separarnos. Pero ahora todo será como antes. Sólo tú y yo.

Ella se apartó, tomó la caja y echó a correr.

La huida

La lluvia caía a cántaros cuando salió de la casa. A su espalda sonó un grito y el estallido de un vidrio.
Corrió por la carretera empapada, apretando la caja contra el pecho.

Encontró la memoria más tarde, en un motel barato donde se refugió esa noche. La conectó al portátil. En la pantalla se abrió un video.
Grabación de una cámara de seguridad.
Fecha: tres años atrás.

En cuadro, Miguel, sentado en un coche. Se acerca un hombre con gabardina, le dice algo y, de pronto, todo se enciende con una luz blanca. Miguel desaparece, como disolviéndose en el aire.
En la imagen sólo queda una silueta: oscura, sin rasgos. Y una voz tenue, distorsionada:

«Ahora yo soy él».

Lara lanzó un grito y apartó el portátil.

La última noche

Volvió a la casa al amanecer. Algo la atraía como un imán.
Todo estaba en silencio.
En el suelo de la sala yacía don Ernesto, muerto. En su rostro, el horror congelado.

Y “Miguel” estaba de pie junto a la ventana, de espaldas.
—Has vuelto —dijo con suavidad—. Sabía que volverías.
Lara temblaba, pero en sus ojos ya no había miedo, sólo determinación.

—Vi la grabación —dijo—. No eres mi esposo.
Él se volvió y, por un instante, su cara pareció derretirse: debajo asomó otra, deforme, sin piel, sin ojos.
—Soy lo que queda de él —susurró—. Necesito su alma para vivir. Y a ti… para quedarme.

Lara alzó la caja: dentro brillaba el anillo.
—Entonces te equivocaste —dijo—. No es sólo una joya.

Arrancó la tapa, y estalló una luz cegadora. La casa tembló.
El alarido de la criatura tapó todo: truenos, lluvia, chasquidos de la madera.

Y luego, silencio.

Epílogo

Una semana después, la policía halló la casa calcinada. No encontraron cuerpos, sólo la caja derretida.

Un mes más tarde, apareció una nota en las noticias:

«La joven Lara Patterson ha sido declarada desaparecida. Su esposo, el ingeniero Miguel Patterson, figura como fallecido desde hace tres años».

Pero la gente que vive cerca de ese lugar jura que por las noches se ve, en la ventana de la casa nueva, a una mujer con un niño en brazos.
Y a su lado, una sombra de hombre que nunca se refleja en el cristal.

Cada vez que el hijo se va al trabajo, el suegro llama a la nuera a su habitación… hasta que un día el hijo regresa de improviso y presencia una escena que lo hace temblar…
Las hermanas tenían las cabezas unidas, pero aun así lograron llegar a la mayoría de edad.