Walter Davis siempre llegaba a “Lo de Maggie” a la misma hora: 8:05. Ni a las ocho, ni a y diez: a las 8:05. En veinte años, en el comedor se habían acostumbrado a que se podía poner el reloj en hora con él.
Era de esa clase de ancianos que casi ya no se ven: camisa planchada, zapatos lustrados, bastón de nogal, la espalda recta pese al noveno decenio. Y la mirada: ni apagada ni perdida, sino atenta, penetrante. Un veterano que había visto cosas de las que los de ahora sólo hablaban por el cine.
Aquel domingo también entró a las 8:05 en punto. Maggie, llena, de cara redonda como siempre, ya le dejaba el café en la barra.
—Buenos días, Walt —sonrió.
—Buenos días, niña —asintió él y fue a su mesa junto a la ventana.
La puerta se cerró de golpe cuando aún no alcanzaba a sentarse.
Al comedor irrumpió un grupo de cinco. Chalecos de cuero sin parches de club —o sea, no eran de la zona—. Calaveras, serpientes, cadenas. Uno pelirrojo, perilla de chivo, el más ruidoso. Otro, un armario con un tatuaje en el cuello. Los demás, chacales de carretera de manual: mucho ruido, poca disciplina.
—¡Oh! —alargó el pelirrojo, recorriendo la sala con la mirada—. Qué acogedor. Casi como en la iglesia.
Algunos parroquianos bajaron los ojos. En aquel pueblito no gustaban de forasteros escandalosos.
—Siéntense donde quieran —dijo Maggie, aunque la voz le tembló.
Los motoristas se dejaron caer en el centro, estiraron las piernas y empezaron a pedir a gritos. Uno de ellos reparó en Walter.
—Miren, Papá Noel —soltó una carcajada—. ¿Qué haces aquí, sargento? ¿Te perdiste camino al asilo?
Los otros rieron.
Walter no miró. Cortó su panqueque en triángulos perfectos, como siempre.
Eso irritó al pelirrojo.
—¡Eh, viejo! —se acercó y golpeó la mesa—. Te estoy hablando.
Maggie ya estiraba la mano hacia el teléfono. Walter alzó la palma.
—No, Mag —dijo en voz baja—. Esto no tomará más de un minuto.
Sacó del bolsillo un celular viejo, con funda agrietada, abrió la lista y presionó un botón.
—Habla Davis —dijo al auricular—. “Lo de Maggie”. Parece que tenemos invitados no deseados.
—¿Y tú quién te crees? —se carcajeó el pelirrojo—. ¿Llamaste al ejército? ¿Al coro de veteranos?
—Algo así —respondió Walter y tomó un sorbo de café.
Afuera estaba en silencio. Un minuto. Dos.
Y luego, a lo lejos —al principio como eco de tormenta—, empezó el retumbar. Cientos de pistones de hierro, un coro desacompasado de escapes; un sonido que reconoce cualquiera que haya vivido cerca de una autopista.
Los motoristas se miraron entre sí.
—¿Qué demonios…? —empezó el grandote.
El sonido crecía. Hacia el comedor, hacia sus ventanales, hacia el neón descolorido que decía “Maggie’s Diner”. Se acercaba una columna.
No eran cinco motos. Ni diez.
Eran dos decenas.
Harley e Indian iguales, relucientes, bien cuidadas; algunas tan viejas y raras que la juventud actual sólo las había visto en museos. Y en cada una, un hombre mayor: uno con coleta cana, otro con bandana, otro con chaleco de cuero remendado. En el pecho, el mismo parche redondo:
IRON LEGION MC
Est. 1956
Veterans Chapter
Los de dentro palidecieron.
—¿Tú… estás en un club? —balbuceó el pelirrojo.
Walter giró la cabeza despacio. En sus ojos apareció de pronto esa expresión que sólo ven quienes han estado bajo fuego.
—Muchacho —dijo tranquilo—. Yo fundé ese club.
La puerta se abrió de par en par. Entró un hombre alto, seco, con barba cana en punta.
—Coronel —asintió a Walter.
—Hola, Jim —respondió—. Parece que unos cachorros se perdieron.
—Ya veo.
Los veteranos se desplegaron por la sala, llenándola de tal modo que a los jóvenes no les quedó espacio ni para echar la silla atrás. No eran matones de gimnasio. Eran hombres con más cicatrices en el cuerpo que tatuajes tenían aquellos cinco.
—A ver —dijo Jim—, ¿quién anda molestando a nuestro fundador?
El pelirrojo tragó saliva.
—Nosotros… no sabíamos…
—Ese es su problema —se burló uno de los canosos—. No saben nada.
Parecía que iban a sacarlos del cuello de la campera. Pero Walter levantó la mano.
—Alto.
Todos callaron.
—Todavía no son enemigos. Son ignorantes —dijo—. Y quizá no sean un caso perdido.
El pelirrojo parpadeó, desconcertado. Le resultaba más familiar que quisieran pegarle a que quisieran hablarle.
—¿Cómo se llama su banda? —preguntó Walter.
—Snake Riders —gruñó el grandote.
Una ola de risitas recorrió la sala.
—Serpientes… —bufó alguien—. Por favor, jardín de infancia.
—¿Cuántos años tienen? —siguió Walter sin pestañear—. ¿Veinte? ¿Veintidós? ¿Dieciocho?
—Veinticuatro —bufó el pelirrojo, intentando recuperar brío—. Y me da igual quiénes sean.
—Veinticuatro —repitió Walter—. ¿Sabes cuántos tenía yo cuando saqué del agua a mi compañero en Inchon? Diecinueve. ¿Y cuando enterramos en Dondón a un chico que ni siquiera alcanzó a enviar su primera carta a casa? Veinte. También hacíamos ruido. Pero al menos sabíamos a quién respetar.
Golpeó el suelo con el bastón.
—Entraron al local de una mujer que alimenta a medio pueblo y decidieron burlarse de un anciano. Eso no es valentía. Es vacío. —Se inclinó—. Pero por sus ojos veo que todo el tiempo andan buscando dónde los acepten.
Silencio.
—Pues bien —continuó—: los aceptamos. Pero con nuestras reglas.
—¿Cómo que “nos aceptan”? —no entendió el pelirrojo.
Jim sacó del bolsillo interior del chaleco un bulto de tela negra y lo dejó caer sobre la mesa.
—El fundador dijo “se aceptan”. Entonces, se aceptan —dijo.
Los “Snake Riders” se miraron, descolocados. ¿Huir? Tarde. ¿Pelear? ¿Contra veinte veteranos cuyo simple cuerpo, sin armas, condensa años de combate?
—¿Cuáles… cuáles son las reglas? —preguntó ronco el grandote.
Walter sonrió por primera vez en la mañana.
—Primera: no tocas a los mayores.
—Segunda: no tocas a las mujeres.
—Tercera: pagas los daños.
Se volvió hacia Maggie.
—¿Cuánto ensuciaron?
—Yo… no sé… —titubeó ella.
—Todo lo que comieron y bebieron, va por su cuenta —dijo Walter—. Y un extra mensual por el disgusto.
El pelirrojo rechinó los dientes, pero sacó la billetera.
—Y cuarta —añadió Walter—: desde hoy, los domingos irán al hogar de veteranos a lavar sus motos. Sí, los viejitos aún ruedan. Mejor que ustedes.
—No, si… —empezó uno de los jóvenes.
Jim sólo alzó una ceja.
—¿Algún problema?
—…No —siseó.
Walter asintió, satisfecho.
—Muy bien. Tenían la oportunidad de no ser nada. Yo les doy la de ser alguien. Y no porque se lo hayan ganado, sino porque ya estoy demasiado viejo para quedarme mirando cómo la juventud se embrutece del todo.
Los veteranos rieron.
Los motociclistas se levantaron. Pagaron —con dientes apretados y orejas ardiendo—. Pero pagaron. Porque veinte hombres que han mirado a la muerte a los ojos los observaban, y esa clase de gente no tiembla aquí tampoco.
Cuando la puerta se cerró tras los “Snake Riders”, Maggie por fin se apoyó en la barra.
—Walt… ¿Qué fue eso? —exhaló—. Dijiste que ya no montabas.
El viejo guiñó un ojo.
—Dije que no monto. No dije que no me escuchen.
Los veteranos ya pedían café y tartas como si fuera su reunión dominical de siempre.
Walter volvió a su mesa. Tomó el tenedor.
—Por cierto, Mag —la llamó—. Para este domingo apunta a otros cinco en la lista de descuento para veteranos.
—Pero ellos no son veteranos —se sorprendió ella.
—Lo serán —dijo Walter, mirando por la ventana a los cinco muchachos, confundidos pero menos chulos, que arrancaban sus motos—. Todos merecen una oportunidad para mejorar.
Acercó a los labios el café ya tibio, bebió un sorbo y sonrió como sonríe quien, de verdad, tiene un ejército si algún día lo necesita.

