De camino al avión, un hombre tropezó con una niña pequeña sentada junto a la puerta de embarque.

 «¡Fíjate dónde te sientas!», gruñó.
La niña alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa débil.

Alex se despertó antes de que sonara el despertador. Tras la ventana, el mundo estaba gris y las gotas de lluvia se pegaban con terquedad al cristal. En el fuego, el café borboteaba. Sobre la mesa estaban sus billetes de avión, la confirmación impresa del viaje de trabajo y la camisa que su esposa, Elena, había doblado con cuidado. Miró alrededor en la cocina y, con su habitual irritación, pensó que todo seguía igual que siempre. Plazos, llamadas, la maleta junto a la puerta y un silencio en la casa más pesado que cualquier ruido.

—Alex —lo llamó Elena desde otra habitación—. Te he calentado avena. Al menos come una cucharada.

—¡Luego! —gritó él mientras se ponía el abrigo—. Llego tarde.

Salió al pasillo, donde Elena le arregló el cuello. Su gesto fue lento y medido, como si temiera romper ese raro momento de calma de su marido.

—Llama por lo menos cuando aterrices —pidió en voz baja.

—Te llamaré —respondió él, con la mano ya en el pomo de la puerta.

Elena respiró hondo, como si quisiera decir algo importante, pero no lo hizo. Alex no se dio cuenta. Agarró el bolso, dio un portazo y bajó las escaleras de dos en dos. El aire fuera era húmedo y frío. Los charcos brillaban bajo sus pies. El taxi se retrasaba. Alex miró el reloj y se encogió de hombros, molesto.


En el aeropuerto

En el aeropuerto reinaba el caos: carros de equipaje, avisos por los altavoces, alguien gritaba «¡Más rápido!». Alex apretó con más fuerza la correa del bolso y casi corrió hacia los mostradores de facturación sin apartar la vista de las pantallas. En su cabeza solo quedaba una idea: llegar a tiempo, facturar, pasar el control.

Al girar una esquina, tropezó y estuvo a punto de caer. Se agarró a la barandilla y miró hacia atrás. Junto a la pared, sentada en el suelo, había una niña. Sus ojos oscuros parecían más sabios que su edad, y dos trenzas largas le caían sobre los hombros. En las manos sostenía una muñeca vieja, gastada, hecha de piezas que no combinaban, marcada por años de juego. Pero la niña lo miraba con firmeza.

Alex se detuvo.

—¿Por qué estás sentada ahí? ¿No ves que la gente pasa por aquí?

La niña no se movió. Solo sonrió levemente, una sonrisa pequeña, comprensiva, y preguntó:

—Ese billete te lo compró tu mujer, ¿verdad?

Alex parpadeó.

—¿Qué?

—Devuélvelo —dijo la niña con calma—. Vuelve a casa. Te espera un regalo del destino.

Alex soltó una risa corta y siguió su camino. “Pequeña profetisa”, pensó. Vuelve tú a tu casa, niña.

Ella solo se encogió de hombros, como si su decisión no tuviera nada que ver con ella, y volvió a centrarse en su muñeca. Alex se dirigió a la facturación, pero sus palabras —devuélvelo, vuelve a casa, regalo del destino— se le quedaron clavadas como arena molesta bajo el párpado.

La cola avanzaba despacio. Sacó el teléfono: tres llamadas perdidas de Elena. La idea de devolverle la llamada apareció y se desvaneció. Más tarde. Facturó la maleta, pasó el control de seguridad y se sentó en una cafetería. El café estaba caliente y fuerte, pero él no notaba el sabor. A través del cristal vio por la pista mojada los vehículos de equipaje ir y venir. Por la radio sonaba una canción antigua, la misma con la que él y Elena habían bailado en la boda de unos amigos. El estribillo le vino a la mente y, por un momento, el corazón le latió más deprisa.

El teléfono vibró.

—¿Elena? —intentó sonar normal.

—¿Ya estás en el avión? —su voz era suave.

—Todavía en el aeropuerto. El vuelo está retrasado.

—Alex, yo… —se detuvo—. Solo quería desearte buen viaje. Y… Khloé está embarazada.

Alex se quedó en silencio. Las palabras no le salían.

—Ya veo —dijo al fin—. Es una buena noticia.

—Pensé que te alegrarías… —se despidió en un susurro, y colgó.

Alex miró la pantalla negra como si pudiera leer en ella el resto de la historia. “Voy a ser abuelo”, pensó, y una calidez le recorrió el pecho, como si hubiera abierto un viejo armario y encontrado dentro una manta de lana, suave y olvidada.

Otro aviso: el vuelo volvía a retrasarse. Mal tiempo en destino. El murmullo irritado llenó la terminal. Alex se levantó, miró el billete, el reloj, y luego otra vez el billete.

Tomó una decisión.


Volvió al mostrador de la aerolínea.

La empleada lo miró, sorprendida.

—Quería devolver el billete.

—¿Devolverlo? —frunció el ceño—. ¿Por qué motivo?

—Me están esperando en casa —respondió. Y en ese instante se dio cuenta de que era la respuesta más sincera que había dado en mucho tiempo.

Ella tramitó el reembolso. Alex firmó los papeles, recogió su pasaporte y su bolso y se alejó, como si de repente en su vida hubieran cambiado las coordenadas.


El camino de vuelta

El camino a casa le resultaba conocido. En el taxi miraba por la ventana a las mismas personas, las mismas paradas de autobús, el mismo quiosco verde donde vendían pan, pero todo le parecía más luminoso, más nítido. Recordó cómo Elena hacía tortitas los domingos, cómo Khloé se reía de niña cuando construían castillos con cojines y cómo discutían por las cortinas de la cocina: hojas o florecitas.

El teléfono volvió a vibrar. Mensaje de Khloé:

«Papá, mamá se ha encontrado mal. Le ha subido la tensión, pero ahora está mejor.»

«Ya voy de camino a casa.»

«Gracias», —en sus palabras se leía la esperanza.

—Estoy casi llegando —le dijo Alex—. Enseguida estaré allí.

Se acercó a la puerta del edificio y pulsó el portero. Elena abrió casi al momento. Llevaba una bata, la luz de detrás la enmarcaba, los ojos cansados pero claros.

—¿Has vuelto?

—He vuelto —respondió él, y la abrazó.

De camino al avión, un hombre tropezó con una niña pequeña sentada junto a la puerta de embarque.
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