La noche traía un viento frío del océano y los focos sobre la alfombra roja hendían el cielo como cometas. La ciudad se detuvo —algo inusual incluso para Los Ángeles: Michael Douglas reaparecía tras varios años, y no solo.
Del brazo iba Carys, su hija con Catherine Zeta-Jones. Tiene veintidós, pero esa noche se mostró como una mujer dispuesta no solo a acompañar a una leyenda, sino a protegerla del mundo entero.
La multitud estalló en destellos.
—¡Michael! ¡Carys! ¡Por aquí! —gritaban los fotógrafos.
Él avanzaba despacio, firme, con esa mirada que un día enloqueció a millones. Ella —serena, atenta, con una leve sonrisa— lo sostenía casi físicamente.
En el cuello de Michael brillaba un pequeño colgante de plata. Un detalle mínimo, hasta que un reportero, acercando el objetivo, distinguió un tridente grabado: el símbolo de Ucrania.
Sombra del pasado
Catherine no acudió. Se dijo que estaba cansada, ocupada en un rodaje. En los pasillos se murmuraba: la relación atraviesa tensiones y la aparición de Michael con su hija era más que una simple salida, era un gesto de fuerza.
Fuerza, sin embargo, engañosa. Tras la breve sesión de fotos, cuando las cámaras se apagaron, Douglas vaciló apenas. Carys lo sostuvo a tiempo.
—Todo bien, papá —susurró.
Él asintió, pero su mirada se perdió más allá de la multitud, hacia un hombre con abrigo oscuro y gafas que los observaba fijamente.
Carys también lo vio.
—¿Quién es?
—Un viejo amigo —dijo Michael en voz baja—. Muy viejo.
Un invitado inesperado
Después del estreno, subieron a la limusina. Olía a lavanda y cuero. Apenas arrancaron, el conductor recibió una llamada y desvió el rumbo hacia el muelle de Santa Mónica.
—¿Qué pasa? —se inquietó Carys.
—Se lo pedí yo —respondió Michael con calma—. Hay personas que debes conocer.
En el muelle aguardaban tres hombres. Uno era el del abrigo. Al acercarse, se quitó las gafas.
—Michael, te ves… vivo —sonrió con ironía.
—Y tú sigues siendo un descarado, Víktor —replicó Douglas, con una firmeza que Carys no le oía desde hacía años.
Víktor hablaba con ligero acento ucraniano.
—Han pasado veinte años —continuó—. Me alegra que hayas venido. Es momento de cumplir la promesa.
Carys miró a su padre, desconcertada.
—¿Qué promesa?
El secreto
—Antes de que nacieras —comenzó Michael— produje un documental. Nadie imaginaba cómo terminaría. Filmamos material clandestino sobre corrupción y asesinatos políticos en Europa del Este. La película no se estrenó. Robaron los rollos.
Se volvió hacia Víktor.
—¿Los conservaste?
Él asintió en silencio. Sacó de debajo del gabán un tubo metálico.
—Aquí está el original. Todo lo que intentaron borrar.
—¿Por qué traerlo ahora? —preguntó Carys.
—Porque hoy importa. Lo que tu padre comenzó entonces puede cambiarlo todo —dijo Víktor—. Su nombre es lo único que hará que el mundo crea.
Michael tomó el tubo con manos temblorosas.
—Creí que se había perdido para siempre…
—Casi —murmuró Víktor—. Tienes veinticuatro horas. Luego vendrán quienes no quieren que esto vea la luz.
La persecución
La noche cayó de golpe. La limusina regresaba a la ciudad cuando un coche sin luces se pegó detrás. Luego otro.
—¡Papá, nos siguen! —exclamó Carys.
—Lo sé —dijo él, abriendo la guantera. Dentro, una pistola: antigua, bien cuidada.
—¿En serio? —Carys no daba crédito.
—Antes hacía películas sobre tipos como ellos —esbozó una sonrisa—. Ahora me toca el papel principal.
—¡Nos alcanzan! —gritó el chófer.
Michael abrió la puerta de un tirón y puso el tubo en manos de Carys.
—Corre. Al hotel de ayer. Déjalo al conserje. No digas de quién es.
—¿Y tú?
—Los entretendré.
Cerró la puerta y el coche aceleró.
Luz y sombra
Media hora después, la policía encontró un vehículo calcinado junto al acantilado. Nadie dentro. Sin cuerpos ni documentos. Solo un fragmento de plata: el colgante con el tridente.
Los titulares tronaron: «Michael Douglas, desaparecido. La policía apunta a un accidente».
Pero Catherine y Carys sabían que no era un accidente. Era una desaparición escrita por el propio Michael.
Carys entregó el tubo en secreto a un periodista de investigación. Una semana después, se publicó en la red el documental Sombras de Imperios. En los créditos: Productor ejecutivo: Michael Douglas.
Las imágenes sacudieron al mundo: asesinatos, sobornos, cuentas ocultas. Lo más impactante llegó al final. Un plano antiguo: un Michael joven hablando a cámara:
«Si algún día esta película ve la luz, significará que la verdad es, al fin, más fuerte que el miedo».
Final
Un mes después del estreno, Carys recibió una carta sin remitente.
Dentro, el colgante de plata y una nota breve:
«Estoy vivo. No me busques. Siéntete orgullosa.
—Papá.»
Cerró los ojos y apretó el colgante en la mano.
Afuera rugía el océano. A lo lejos, los focos volvían a encenderse para otra noche de Hollywood.
Pero para ella esa luz ya era distinta: no por la fama, sino por la memoria de un hombre que eligió la verdad.
Y quizá, en algún lugar tras la línea del horizonte, Michael Douglas, a la sombra de una nueva vida, volvía a sostener una cámara, dispuesto a rodar su última —y más importante— película.
