Ella acudió a la subasta… Un millonario pagó por una noche con ella y descubrió que era virgen

Ella acudió a la subasta… Un millonario pagó por una noche con ella y descubrió que era virgen.

María Santos apoyó la frente contra el cristal frío del autobús mientras veía desaparecer a lo lejos los brillantes rascacielos del centro. Su teléfono volvió a vibrar: otro mensaje del hospital. Su hermano menor, Diego, necesitaba una operación en menos de tres semanas; de lo contrario, los médicos no podían garantizar su supervivencia. La cifra en la pantalla era como una sentencia: 200.000 dólares.

Había vendido todo lo que poseía, trabajaba turnos dobles en una galería de arte y pedía préstamos a los pocos amigos que aún respondían sus llamadas. Aun así, solo había conseguido unos 20.000 dólares. Las matemáticas eran crueles: no había forma de salvarlo.

— Parece que llevas el peso del mundo sobre tus hombros —comentó con suavidad su compañera, Patricia Monroe.

María giró la cabeza. Patricia se había sentado a su lado; sus ojos, un poco cansados pero llenos de calidez, parecían haber visto demasiado.

— Escuché lo de Diego. Lo siento muchísimo —dijo con voz dulce.

María asintió, conteniendo las lágrimas.

Patricia dudó, luego sacó su teléfono:
— Mira, puede parecer una locura… pero existe una manera de resolver tu problema en una noche.

María frunció el ceño:
— Patricia, no voy a hacer nada ilegal.

— No es ilegal —insistió ella, mostrándole una página web de diseño discreto—. Es una subasta benéfica. Hombres muy ricos pujan para acompañar a chicas en eventos públicos. Legal, contractual, seguro.

María leyó testimonios. Cantidades que cambiaban vidas. Gente desesperada que había logrado salir adelante.

Pero la idea de “ponerse en subasta” la oprimía por dentro.

Tres días después, María estaba frente al hotel Grand View.

En una suite privada la recibió una mujer de cabello plateado:
— Soy Catherine Wells —se presentó—. Permíteme explicarte el proceso.

Catherine detalló cada aspecto: solo con invitación, millonarios verificados, contratos legales, límites estrictos, ninguna obligación íntima, absoluta protección.

Las pujas solían oscilar entre 50.000 y 300.000 dólares.

— Eres perfecta para esta noche —afirmó Catherine—. Belleza natural, una presencia suave. Estos hombres reconocen enseguida lo auténtico.

María firmó temblando. Cada línea parecía arrancarle un pedazo de alma. Pero la vida de Diego dependía de ello.

La sala de subastas parecía más una galería de arte: luz tenue, música clásica, invitados elegantes con copas de champán.

Su sencillo vestido negro parecía demasiado humilde frente a las otras mujeres, todas más glamurosas.

Cuando dijeron su nombre, subió al escenario. Las luces la envolvieron.

La puja comenzó en 50.000.
Luego 110.000. 200.000. 260.000.

El corazón le golpeaba el pecho.

De pronto:

500.000.

La voz de un hombre, firme y segura.

La sala quedó en silencio.

— ¡Adjudicado! —anunció el subastador.

Tras bambalinas, Catherine estaba atónita:
— El señor Blackwell quiere verla ahora. Nunca antes había venido a nuestras subastas. Jamás.

El aliento de María se detuvo cuando Adrian Blackwell se giró hacia ella.

Treinta y tantos. Cabello oscuro. Mandíbula marcada. Ojos del color del acero pulido. Una presencia moldeada por el poder.

— Señorita Santos —la saludó con voz grave—. Tome asiento.

María obedeció, con las manos entrelazadas.

— Necesito una acompañante para varios eventos de negocios —explicó él—. Nada inapropiado. Tendrá un alojamiento privado cuando sea necesario. Todo será estrictamente profesional.

María dudó:
— ¿Por qué hizo una oferta tan alta?

Su mirada se intensificó:
— Porque cuando la vi en el escenario supe que usted no pertenecía a ese lugar. Y quería asegurarme de que no volviera allí.

Ella tragó saliva.
— Necesito ese dinero para mi hermano. Tiene un problema cardíaco.

— Lo sé —respondió Adrian.

María se quedó inmóvil:
— ¿Cómo lo sabe?

— Revisé sus documentos antes de ofertar. La cirugía de Diego ya está programada en el Mercy General. Todos los gastos están cubiertos. El resto del dinero estará en su cuenta mañana.

María dio un respingo:
— ¿Por qué? Usted no me conoce.

— No —dijo en voz baja—. Pero sé lo que es la desesperación. Y, a diferencia de muchos… la suya no es por usted misma.

Su voz descendió aún más:
— ¿Qué espera de mí?

— Honestamente —susurró él—… aún no lo sé.

Le entregó una tarjeta:
— Váyase. Vea a su hermano. Mañana la llevarán a mi oficina.

Mientras se marchaba, una pregunta la perseguía:
¿Quién es realmente Adrian Blackwell?

A la mañana siguiente, un elegante coche negro la recogió. La llevó al imponente edificio de Blackwell Technologies.

En su oficina, Adrian le explicó el acuerdo:

Cinco eventos importantes.
Un viaje internacional.
Apariciones públicas como pareja romántica.
En privado —solo profesionalidad.

María preguntó en voz baja:
— ¿Por qué fingir? Podría elegir a cualquiera.

Adrian apartó la mirada, la mandíbula tensa:
— En mi mundo, todos quieren algo a cambio. Acceso, poder, influencia. Las relaciones sinceras… no existen donde yo vivo.

— Debe de ser muy solitario —murmuró ella.

— Por supuesto.

— No —susurró María—. No es soledad. Es vacío. Estar seguro no es vivir.

Por primera vez, María vio algo tras sus ojos: un hombre herido, protegido por capas de frialdad, temiendo más que nada un corazón roto.

Y de alguna forma… ella lo entendió.

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