Estuve casada con el amigo de mi padre. En nuestra primera noche de bodas me dejó helada al decir: «Perdóname. Debí contártelo antes».

Tenía treinta y nueve años. A mis espaldas —tres largas relaciones—, todas acabadas igual: promesas, cansancio, desilusión. Dejé de creer en los cuentos. El amor empezó a parecerme algo que sólo existe en los libros: hermoso, pero inventado.

Y entonces apareció él: Steve. Viejo amigo de mi padre.

Lo recordaba desde mi juventud: alto, contenido, con una mirada levemente irónica y una calma segura que conquistaba desde el primer minuto. Tenía cuarenta y ocho y parecía que el tiempo lo había esquivado. Nos encontramos por casualidad en un café cerca de la casa de mi padre. Se acercó, sonrió y, en ese instante, sentí un calor extraño, como si tras años de vagar, por fin regresara a casa.

Empezamos a vernos más. Su atención no era invasiva, pero tenía algo hondo, casi hipnótico. Steve sabía escuchar; distinguía cuándo callar, cuándo bromear. Nunca hablaba demasiado de sí, pero cada palabra sonaba sincera. A los seis meses me pidió matrimonio.

Mi padre irradiaba orgullo: para él, Steve era casi un hermano.
«Un hombre fiable —dijo—. Al fin serás feliz».

La boda fue pequeña y preciosa: rosas blancas, música suave, votos sencillos y sus ojos —seguros, serenos, con un punto de tristeza.

Tras la ceremonia fuimos a su casa: un chalet de dos plantas a las afueras. Todo era perfecto: chimenea, olor a madera recién cortada, música baja de fondo. Fui al baño a quitarme el vestido y arreglarme. Al volver al dormitorio, Steve estaba de espaldas, junto a la ventana.

—¿Steve? —lo llamé en voz baja.

No se volvió de inmediato.

—Tengo que decirte algo —dijo por fin. Su voz sonó extraña.

Me acerqué. Sobre la mesita, un sobre viejo.

—Perdóname —dijo—. Tendría que habértelo contado antes.

Abrió el sobre y sacó una fotografía. En ella, una mujer muy parecida a mí. La misma línea de la mandíbula, los mismos ojos, incluso el lunar en la mejilla… en el mismo sitio.

—¿Quién… es? —susurré.

—Se llamaba Emily —respondió—. Mi esposa.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.

—¿Estuviste casado? Nunca me lo dijiste…

Asintió. —Murió hace siete años.

Se acercó más. Su mirada estaba llena de dolor, pero también de otra cosa: inquietud, miedo.

—Cuando te vi por primera vez después de tantos años, no lo creí. Eras como un reflejo de Emily. La misma sonrisa. Los mismos gestos. Hasta la manera de hablar.

—¿Te casaste conmigo por ese parecido?

Guardó silencio. Y ese silencio fue peor que cualquier respuesta.

Retrocedí un paso, con un nudo en la garganta. Pensé: huye. Pero entonces vi un portarretratos en la cómoda que antes no había notado. Una foto. Emily y Steve. Y detrás de ellos… mi padre.

—¿Por qué… está mi padre en esa foto?

Steve palideció.

—Porque era amigo de Emily. Se… conocían muy bien.

—¿Qué significa “muy bien”? —mi voz tembló.

Desvió la mirada. —Tu madre lo sabía. Lo sabía todo.

El corazón me golpeaba tan fuerte que apenas podía respirar.

—¿Quieres decir que…?

—Sí —me interrumpió, quedo—. Emily era tu hermana.

El silencio cayó como una losa. Afuera, el viento azotó el cristal; en algún lugar se cerró una puerta. Me arrimé a la pared.

—Esto es una locura —murmuré—. ¡Es mentira!

Steve suspiró y sacó otro papel: un documento antiguo. Partida de nacimiento. Emily Watson. Padre: Michael Watson. El mismo Michael: mi padre.

El mundo se vino abajo.

—¿Por qué hiciste esto? —pregunté, con la voz ronca.

Tardó en hablar. Al final dijo:

—Porque tenía que entender. Por qué murió.

—¿Qué…?

Fue a la cómoda, abrió el cajón de abajo y sacó una caja negra. Dentro, una grabadora vieja.

—Esta cinta es su último mensaje. La encontré en su coche tras el accidente. No murió sin más. Aquella noche iba a ver a tu padre. Quería decirle la verdad: que él era su verdadero padre.

No le creí ni una palabra, pero el miedo me oprimía el pecho.

Steve pulsó el botón.

En la cinta sonó una voz de mujer —suave, dolorosamente familiar—.
«Si algo me pasa… dile que le perdono. Y que me alegra que te tenga a ti, Jenna».

Me dejé caer sobre la cama. Emily pronunció mi nombre.

—Pensé —siguió Steve— que si te conocía de cerca, entendería por qué ocurrió todo. Pero, en lugar de respuestas, volví a enamorarme.

Cayó de rodillas, sujetándose la cabeza. —Intenté frenarlo, pero no pude. Eres un recordatorio de ella y, a la vez, lo único verdadero que me queda.

Lo miré sin sentir nada. Sólo frío.

—Es un amor enfermo, Steve.

Alzó la vista. —¿Existe otro? Si todo lo que amamos está siempre atado al dolor…

No respondí.

Una semana después me fui: sin despedidas, sin explicaciones. Mi padre intentó llamarme, pero no contesté.

Pasaron tres meses.

Un día llegó una carta. La letra, de Steve.
Dentro, una nota breve:

«Tenías razón. Pero ahora sé la verdad. Tu madre no sólo lo sabía: lo orquestó todo. Mira el reverso de la foto».

Le di la vuelta a la foto de Emily. Al dorso, una dedicatoria desvaída:
«Para Jane. Gracias por todo. Prometo que él nunca lo sabrá».

Se me heló el corazón. Jane era el nombre de mi madre.

Una hora después llamé a mi padre.
Me respondió una voz desconocida.

—Lo siento —dijo el hombre—. Michael Watson falleció anoche.

El teléfono se me cayó de las manos.

Fui a la casa de Steve. Estaba vacía, pero en el sótano encontré algo que lo cambió todo: un montón de cartas, fotos antiguas y, en la pared, una sola palabra escrita con sangre:

«Perdonado».

Estuve casada con el amigo de mi padre. En nuestra primera noche de bodas me dejó helada al decir: «Perdóname. Debí contártelo antes».
A los 8 años estuve a punto de morir congelada, pero un vagabundo me salvó. Hoy me lo he vuelto a encontrar por casualidad.