La amabilidad siempre vuelve.

La bondad tiene una misteriosa forma de volver cuando menos te lo esperas. Para una anciana maestra, un simple acto de generosidad en un gélido día de invierno dio comienzo a una historia que se desarrollaría años más tarde.

La nieve caía suavemente, cubriendo las calles con una pátina blanca y haciendo que la ciudad se volviera un poco más silenciosa. En una pequeña y acogedora cafetería, el Sr. Harrison, un profesor jubilado de ojos amables y pelo canoso y ralo, sorbía café caliente mientras leía su ajado ejemplar de Matar a un ruiseñor.

Le encantaba este lugar. Era tranquilo, cálido y familiar. Mientras pasaba la página, notó que la puerta de la cafetería se abría, acompañada por el agudo tañido de una campana. Entró un chico, temblando de frío y dando pisotones para entrar en calor.

No tendría más de trece años. Llevaba una chaqueta fina, demasiado grande para su baja estatura, y unas botas que parecían una talla mayor. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío y el pelo oscuro pegado a la frente, húmedo por la nieve derretida.

El Sr. Harrison dejó su libro y lo observó. El chico vaciló en la entrada y se dirigió lentamente a la máquina expendedora que había en un rincón de la cafetería. Con manos temblorosas rebuscó en sus bolsillos y sacó un puñado de monedas, contándolas cuidadosamente. Su rostro se desencajó al darse cuenta de que no era suficiente para comprar ni siquiera un pequeño tentempié.

El señor Harrison cerró su libro y, tomando un sorbo de café, lo llamó en voz baja:

Disculpe, joven.

El muchacho se estremeció y miró en su dirección, con una expresión de incredulidad y vergüenza en el rostro.

¿Sí?», respondió dubitativo.

¿Por qué no se sienta un rato conmigo? Me vendría bien un poco de compañía -dijo el señor Harrison con una cálida sonrisa.

El chico vaciló, moviéndose incómodo.

Yo… yo sólo… -murmuró, mirando la máquina expendedora.

No pasa nada», le tranquilizó el señor Harrison, con un tono suave pero firme. — Hace demasiado frío para estar aquí de pie. Vamos, no muerdo.

Tras unos instantes de vacilación, el hambre y el frío se impusieron al orgullo. El chico asintió y se acercó lentamente a la mesa, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta.

¿Cómo te llamas? — preguntó el señor Harrison cuando el chico se sentó.

Alex», respondió en voz baja, evitando el contacto visual.

Bien, Alex, soy el señor Harrison -dijo tendiéndole la mano.

Alex vaciló antes de estrecharla. Su apretón era pequeño y helado.

Ahora -dijo el señor Harrison, haciendo un gesto a la camarera-, ¿qué tal algo de comida caliente? ¿Qué te parece un poco de sopa y un sándwich?

No necesito… -empezó Alex, pero el señor Harrison levantó la mano, interrumpiéndole.

Sin discusiones. Yo invito. Además, me vendría bien la conversación.

La camarera no tardó en traer un humeante tazón de sopa de pollo y un sándwich. Alex comió con cautela al principio, pero a medida que el calor de la comida se extendía por su cuerpo, empezó a relajarse. Poco a poco fue compartiendo con el Sr. Harrison fragmentos de su vida.

Mi madre trabaja mucho», dijo en un susurro. — Tiene dos trabajos, así que me quedo solo después del colegio.

Debe de ser duro», comentó el señor Harrison.

Alex asintió.

Se esfuerza al máximo, pero a veces es difícil.

El señor Harrison sonrió comprensivo.

Me recuerdas a algunos de mis alumnos -dijo-. — Inteligente, decidida… Tienes mucho potencial.

Alex se sonrojó y bajó la mirada a su plato.

No soy tan listo… -murmuró.

Nunca te subestimes, Alex. A veces lo único que necesitamos es una mano amiga en el momento adecuado. Prométeme una cosa: cuando estés en condiciones de ayudar a alguien, hazlo. Transmite tu bondad.

El chico se quedó pensativo un momento, asimilando las palabras del profesor. Tras terminar la última cucharada de sopa, levantó la vista y murmuró:

Gracias.

El Sr. Harrison sonrió.

De nada, jovencito.

Siete años después.

La llamada a la puerta fue inesperada. El señor Harrison, ya entrado en años y moviéndose con pasos lentos, se acercó a la entrada de su pequeño piso. Era invierno de nuevo y el frío se colaba por las ventanas.

Cuando abrió la puerta, sus ojos se abrieron de par en par. Ante él había un joven bien vestido, con un abrigo fino y el pelo oscuro bien peinado. En sus manos llevaba una gran cesta llena de fruta fresca, pan y otras delicias.

Señor Harrison -dijo el joven, con voz llena de emoción-. — No sé si se acuerda de mí.

Por un momento, el profesor miró fijamente el rostro familiar, tratando de recordar. Entonces sus ojos se iluminaron al reconocerlo.

¿Alex? — preguntó casi con incredulidad.

El joven sonrió ampliamente y asintió.

Sí, señor. Han pasado siete años, pero aún no he olvidado lo que ha hecho por mí.

El señor Harrison dio un paso atrás, haciéndole un gesto para que entrara.

Pasa, pasa. Mírate, has crecido mucho.

Alex entró y dejó la cesta sobre la mesa. Sus ojos recorrieron el pequeño y modesto piso, donde había pilas de libros en las paredes y un viejo sillón junto a la ventana.

Te encontré en la cafetería -explicó Alex-. — El dueño se acordaba de ti y me ayudó a encontrarte. Quería devolverte la amabilidad que me mostraste aquella fría noche.

El señor Harrison miró la cesta y luego a Alex, con un destello de emoción en los ojos.

No tenías por qué hacerlo, muchacho.

Lo hice -respondió Alex con firmeza-. — Me has enseñado algo muy importante: la amabilidad siempre se devuelve. Y ahora me toca a mí devolvértela.

El señor Harrison sonrió, y una cálida felicidad se extendió por su pecho.

Entonces siéntate, muchacho -dijo-. — Tomemos un café y charlemos.

Y así, en aquel pequeño piso, la amabilidad volvió a surgir.