Mi marido vendió mi piso a mis espaldas mientras yo estaba en la maternidad, y le dio el dinero a su madre. Pero él no sabía que yo le había dejado una “sorpresa”.
El silencio en la habitación era especial: no vacío y opresivo, sino lleno hasta los bordes de una felicidad tranquila, casi tangible. Marina apretaba contra el pecho el pequeño bulto que olía a leche y a eternidad, y no podía creer que ese diminuto paquetito que resoplaba en sueños fuera su hija, su Ksyusha. Tres días atrás, su mundo, antes medido y predecible, había explotado en un fuego artificial de las emociones más intensas que había experimentado jamás. Dolor, miedo y luego un estruendoso, absoluto sentimiento de amor que la inundó por completo cuando oyó por primera vez el llanto de su recién nacida.
Oleg, su marido, parecía también estar en el séptimo cielo. Durante las primeras veinticuatro horas prácticamente no se separó de ella, miraba con entusiasmo los diminutos deditos de su hija, intentaba cambiarle el pañal con torpeza pero con enorme ternura y le susurraba constantemente al oído a Marina lo valiente que era, lo orgulloso que estaba de ella. Pero los dos últimos días se había vuelto… diferente. Más nervioso, inquieto. Constantemente salía al pasillo para contestar alguna llamada urgente, volvía con el rostro ceñudo, preocupado, y a todas las preguntas de su esposa se limitaba a restarle importancia:
— Nada, cosas pequeñas del trabajo. No le des vueltas, descansa. Ahora tú tienes que recuperarte.
Y Marina no le daba vueltas. Lo atribuía todo al estrés, a la nueva y enorme responsabilidad que se le había echado encima. Claro que él estaba preocupado. Ahora no era solo marido, era padre. Eso lo cambia todo. Ella lo miraba sonriendo mientras él, de pie junto a la ventana, hablaba tenso por teléfono con alguien, y su corazón se llenaba de ternura. Se esfuerza tanto por ellas, por su nueva familia.
Lo único que empañaba su alegría era el pensamiento de la conversación que le esperaba con su suegra. Tamara Pavlovna, una mujer autoritaria y acostumbrada a controlarlo todo, no había soportado a Marina desde el principio de la relación. Le irritaba en especial el piso: un amplio apartamento de tres habitaciones en un edificio estalinista en pleno centro, que Marina había heredado de su abuela.
— ¿Para qué necesita una chica sola semejante palacio? — le decía una y otra vez a su hijo, cuando él apenas empezaba a salir con Marina. — Podría vivir en un apartamentito de una habitación en las afueras y dar gracias. Esto… esto es un capricho. Un despilfarro.
Después de la boda y de que Oleg se mudara con su esposa, los ataques se volvieron más sofisticados. Tamara Pavlovna llegaba de visita sin avisar, con aire importante inspeccionaba cada rincón, encontraba polvo en los altillos y soltaba con tono venenoso que “una verdadera dueña no tendría su casa en tal abandono”. Estaba convencida de que Marina se había quedado con su hijo, su tesoro, y ahora lo utilizaba para sus propios fines interesados. El nacimiento de Ksyusha, como esperaba Marina, debía ablandar ese hielo. ¿Qué abuela podría resistirse a un angelito así?
El día del alta, Oleg llegó con un enorme ramo de rosas blancas. Estaba muy nervioso, miraba el reloj a cada momento, pero su sonrisa parecía sincera.
— Bueno, mis bellezas, ¿listas para ir a casa? ¡Allá nos espera una vida nueva!
El camino desde la maternidad hasta su casa le pareció a Marina el más feliz de su vida. Ksyusha dormía plácidamente en la sillita del coche, la ciudad bañada por el sol desfilaba tras la ventanilla, y junto a ella estaba él, su amado marido, su apoyo. Le cogía la mano y se sentía absolutamente, infinitamente feliz. Ahí estaba, ese mismo instante por el que valía la pena vivir.
Subieron a su piso. Oleg, con las llaves preparadas, dijo sonriendo:
— Entra tú primero. Como la dueña de casa. Por la vieja tradición.
Marina tomó las llaves; los dedos le temblaban ligeramente de emoción. Introdujo la llave en la cerradura, la giró… y no pasó nada. La llave no entraba bien. Lo intentó otra vez. El mismo resultado.
— Qué raro… — murmuró, mirando a su marido con desconcierto. — A lo mejor la cerradura se ha atascado. Inténtalo tú.
Oleg tomó la llave, la giró varias veces con fuerza en el cerrojo, pero la puerta seguía siendo inexpugnable. Su rostro empezó a palidecer poco a poco.
— No lo entiendo… ¿Llamamos a los bomberos?
Y justo en ese momento la puerta se abrió de golpe. En el umbral apareció una mujer desconocida de unos cincuenta años, con una bata casera de colores chillones. Los miró con sorpresa, al ramo, al envoltorio de bebé en brazos de Marina.
— ¿A quién buscáis? — preguntó con ligera irritación. — Nosotros no esperábamos visitas.
Marina se quedó muda. Desvió la mirada de la mujer al número del piso. Era el suyo, sin duda. Luego miró a Oleg. Él estaba de pie con la cabeza gacha, estudiando con obstinación la punta de sus zapatos.
— Disculpe… ¿y usted quién es? — logró articular Marina, sintiendo cómo un hielo viscoso empezaba a apoderarse de su corazón. — Este es mi piso.
— ¿Cómo que suyo? — resopló la mujer. — Mi marido y yo lo compramos la semana pasada. Mire, puedo enseñarle los papeles. Nos mudamos hace tres días. Así que, señorita, se ha equivocado de dirección.
“Lo compramos… la semana pasada…” Esas palabras resonaban con eco en la cabeza de Marina. Volvió a mirar a Oleg, rogándole con la mirada que dijera que todo era un error horrible, una broma cruel. Pero él guardaba silencio.
— Oleg, ¿qué está pasando aquí? — su voz se quebró en un susurro desesperado.
Por fin él levantó la mirada hacia ella. En sus ojos no había ni arrepentimiento ni pena. Solo un cansancio frío y ajeno.
— Perdóname, Marina. Era necesario.
De lo más profundo del piso salió un hombre en camiseta y pantalones de chándal, el marido de la desconocida.
— Liusia, ¿quién es? ¿Otra vez los agentes inmobiliarios con sus preguntas?
— Oleg, no entiendo nada — las lágrimas ya corrían por las mejillas de Marina. Ksyusha, al sentir la angustia de su madre, empezó a gimotear en su envoltorio. — ¿Cómo han podido comprar el piso? ¿Mi piso?
Y entonces Oleg pronunció la frase que hizo añicos su mundo de cristal en millones de pedazos, sepultándola bajo sus ruinas.
— Lo vendí, — dijo en voz baja pero clara, mirándola directamente a los ojos. — Mientras tú estabas en la maternidad. Tenía todo el derecho a hacerlo, por el poder notarial general que firmaste antes de ingresar. ¿Te acuerdas que te dije que era para resolver todo tipo de trámites burocráticos?
El poder notarial… Ella de verdad había firmado unos papeles sin leerlos. Confiaba en él. Por completo.
— Pero… ¿para qué? ¿Y dónde… dónde está el dinero?
Él dio un paso atrás, alejándose de ella, de su esposa llorando con la recién nacida en brazos, como si levantara entre ellos una pared invisible.
— ¿El dinero? Se lo di a mi madre. Ha vivido toda la vida en la miseria, me crió sola. Se ha ganado una vejez tranquila y desahogada. Se compró una casita junto al mar. Ya se ha ido.
Lo decía con tanta naturalidad, con tanta cotidianeidad, como si contara que había comprado pan para la cena. Marina lo miraba y no lo reconocía. Ante ella ya no estaba su marido, el padre de su hija, sino un desconocido frío y calculador. Un hombre que no solo le había robado un piso. Le había robado la fe, el futuro, la vida misma. Se quedó en el rellano, abrazando a su hija llorando, mientras detrás de aquella puerta ajena se oían los sonidos de un televisor encendido y el olor a patatas fritas. Su casa ya no existía.
El mundo se redujo al tamaño del frío rellano de la escalera. El olor denso de la cena ajena mezclado con el aroma viejo de la cal de las paredes parecía meterse en los pulmones, impidiéndole respirar. Todo le daba vueltas ante los ojos, y solo el llanto agudo y exigente de Ksyusha la devolvía a la cruel realidad. La puerta de su antiguo piso se cerró con un chasquido indiferente, cortándola del pasado. Se quedó sola. Con un recién nacido en brazos, un ramo de rosas marchitándose a sus pies y un vacío ensordecedor en su interior.
Bajó algunos peldaños, las piernas se movían mecánicamente, como si no fueran suyas. ¿Adónde ir? ¿A casa de sus padres? Vivían a dos mil kilómetros, en una pequeña ciudad siberiana. No los veía desde hacía tres años, desde que se casó. Llamaba poco — a Oleg no le gustaban esas “charlas vacías”, pensaba que la familia era él, y todo lo que había antes de él debía quedar en el pasado. ¿A casa de amigas? Casi no le quedaban ya. A lo largo de los años de matrimonio, Oleg había ido ahuyentando, con método y habilidad, a todos aquellos que, según él, podían “influir mal” en su esposa. La rodeaba de cuidados que en realidad resultaron ser los muros de una cárcel cuidadosamente construida.
El teléfono. Tenía que llamarlo. Escuchar explicaciones. Quizá todo siguiera siendo una broma monstruosa y de mal gusto. Con los dedos temblorosos marcó su número. Tono tras tono, largos, desesperados. Él no contestaba. Marcó el número de su suegra. “El abonado está temporalmente fuera de cobertura”. Por supuesto. Estaban de camino a su casita junto al mar, a su nueva vejez holgada, comprada al precio de sus lágrimas.
Marina se dejó caer en un escalón frío, apretando a su hija. El llanto de Ksyusha se hacía más fuerte. Tenía hambre. Había que darle de comer, cambiarle el pañal. ¿Dónde? ¿Aquí, en la escalera? Sus pensamientos se enredaban, la mente se negaba a aceptar la magnitud de la catástrofe. Recordó que en el bolso que se había llevado a la maternidad quedaba un biberón con leche de fórmula y un par de pañales. Casi sin pensar, sacó todo lo necesario y, allí mismo, sobre las rodillas, trató torpemente de alimentar a la pequeña. Ksyusha se aferró con avidez a la tetina, y su llanto fue apagándose poco a poco, transformándose en un suave resoplido.
— ¿Qué vamos a hacer, mi pequeña? — susurró Marina, besando la diminuta frente de su hija. — ¿A dónde vamos a ir ahora?
Había que actuar. Quedarse sentada llorando no llevaba a ninguna parte. Se levantó, notando cómo le dolían los puntos de la cesárea y cómo el cansancio y el shock hacían que las piernas le flaquearan. Reuniendo las fuerzas que le quedaban, bajó al patio. Su coche, un viejo pero fiable Volkswagen, seguía aparcado en su sitio habitual. ¡Las llaves! Tenían que estar con ella. Empezó a rebuscar con fiebre por los bolsillos del abrigo, en el bolso. Nada. Él se las había llevado. Lo había planeado todo. Había calculado cada paso. No le había dejado ni una oportunidad, ni una sola escapatoria.
Caminaba sin rumbo por la ciudad al anochecer, sin fijarse por dónde iba. Los escaparates brillantes, las risas de los transeúntes, el ruido de los coches — todo aquello le parecía escenas de una película ajena. Ella era una espectadora en una sala, separada de esa fiesta de la vida por un grueso cristal insonorizado. Sus pies la llevaron solos hasta un pequeño parque. Se dejó caer en un banco bajo un viejo arce, cuyas hojas, ya tocadas por el primer dorado otoñal, giraban lentamente bajo la luz de las farolas.
Ksyusha volvió a quejarse. Era hora de cambiar el pañal. Marina miró alrededor. No había nadie. Rápidamente, tratando de no llamar la atención, desabrigó a la niña allí mismo, en el banco. El aire frío hizo que la peque se encogiera y rompiera a llorar con más fuerza. El corazón de Marina se contrajo de dolor e impotencia. Su hija, su pequeña princesa, se merecía una cuna caliente y pañales suaves, no un banco helado en un parque de la ciudad.
Y en ese momento, cuando la desesperación llegó a su punto máximo, cuando parecía que no había salida y que delante solo quedaba una oscuridad absoluta, un recuerdo se encendió en su memoria. Brillante, como un relámpago.
Había sido aproximadamente un año antes. Oleg habló por primera vez de que necesitaba un poder notarial general. Que si para los negocios, para resolver trámites, para no molestarla a ella con nimiedades. Marina, que no veía ninguna doble intención, aceptó. Fueron juntos al notario. Justo antes de firmar, obedeciendo a un súbito e inexplicable impulso, ella dijo:
— Oleg, vamos a añadir una cosita. Solo por si acaso.
Él frunció el ceño con fastidio, pero no discutió, tenía prisa por acabar. A petición de Marina, incluyeron en el poder notarial un pequeño pero, como resultó, decisivo punto. Ella ni siquiera se lo explicó con detalle a él, simplemente le pidió al notario que sumara el párrafo estándar sobre el acceso a las cajas de seguridad del banco. Oleg, sin leer, firmó los papeles.
Al día siguiente, Marina fue al banco donde tenía su cuenta y alquiló una pequeña caja de seguridad. Allí guardó todas las joyas de familia que había heredado de su abuela: unos antiguos pendientes con zafiros, una pesada pulsera de oro, varios anillos. Y, junto a ellos, un segundo juego de llaves del piso y una pequeña nota escrita por ella misma: «Si estás leyendo esto, significa que ha pasado algo muy malo. No te rindas». Lo hizo casi de manera inconsciente, como quien da un paso a un lado al presentir que va a caer una piedra. Incluso se rió de sí misma entonces por su susceptibilidad, llamándolo una “sorpresa” para un día negro que, estaba segura, nunca llegaría.
Y ese día había llegado.
La “sorpresa”. En la caja de seguridad. Oleg no sabía de su existencia. El poder notarial que él utilizó para vender el piso probablemente era un modelo estándar, sin mención de cajas concretas. El notario que gestionó la venta difícilmente se habría fijado en esos detalles. Eso significaba que él no podía acceder a su contenido.
Ese pensamiento, frágil como una telaraña, se convirtió en su cuerda de salvamento. Dentro de ella se encendió una pequeña, pero vital, chispa. No era el fin. Tenía algo. Tenía de qué agarrarse.
Mañana. Mañana por la mañana iría al banco. Pero ahora había que sobrevivir a esa noche. Marina levantó la cabeza y miró el cielo oscuro. Buscó con la vista una única estrella que titilaba débilmente.
— Saldremos adelante, hija — susurró, apretando de nuevo contra sí el pequeño bulto caliente. — Vamos a salir adelante, te lo prometo.
La noche cayó definitivamente sobre la ciudad, envolviéndola en una manta fría y húmeda. Las farolas del parque se encendieron con una luz amarillenta y tenue, iluminando bancos mojados y ramas desnudas que parecían dedos huesudos. El llanto de Ksyusha se hizo más bajo, pero ahora no era el llanto exigente del hambre, sino un sollozo triste que calaba hasta los huesos. Marina entendió que no podía seguir allí ni un minuto más. El frío traspasaba el fino abrigo, y la idea de que la primera noche de su recién nacida fuera en ese banco helado le parecía más aterradora que cualquier traición.
Necesitaba encontrar un lugar cálido y seguro. Pero, ¿a dónde podía ir una mujer con un bebé en brazos, sin dinero ni documentos? De repente, se le ocurrió. El hospital. No la maternidad de la que la habían “dado de alta” de forma tan triunfal hacia la nada, sino cualquier otro. El servicio de urgencias funciona las veinticuatro horas. Allí hay calor, luz, agua y, lo más importante, nadie hará demasiadas preguntas al ver a una mujer destrozada con un bebé. En el caos del hospital podrían pasar desapercibidas hasta la mañana.
Reuniendo las últimas fuerzas, se levantó. El cuerpo le dolía entero, cada paso se convertía en una punzada sorda, pero caminaba. Caminaba apretando contra su pecho el tesoro que llevaba, susurrándole a su hija palabras sin sentido de consuelo que ella misma necesitaba aún más. Las calles vivían su vida nocturna: circulaban algunos coches, de las puertas de los bares salían nubes de humo de cigarrillo y música alta. Marina avanzaba a través de ese mundo, sintiéndose un fantasma. Era invisible para esa gente bien alimentada, apresurada, risueña.
Media hora después, que a ella le pareció una eternidad, vio el cartel que la salvó: «Hospital Clínico Municipal Nº 5. Urgencias». Empujando la pesada puerta, entró en un vestíbulo zumbante como un panal. Olía a medicamentos, lejía y ansiedad humana. Nadie le prestó atención. Encontró una silla libre en el rincón más alejado, protegida de las corrientes de aire, y se sentó, intentando hacerse lo más pequeña posible.
El tiempo transcurría lento y pegajoso. Pasaban médicos, iban y venían camilleros, traían a pacientes que gemían en las camillas. Marina permanecía inmóvil, temerosa de llamar la atención. Pero el llanto de Ksyusha, que volvió a intensificarse, la hizo visible.
Se le acercó una enfermera de edad, con un rostro cansado pero bondadoso. En su chapa se leía: «Anna Vasilievna».
— ¿Qué pasa, hija? ¿La pequeñita está enferma? — preguntó con preocupación, mirando el rostro de la niña.
— No… está sana, — la voz de Marina tembló. — Es solo que… no tenemos adónde ir. Nos… echaron.
Anna Vasilievna recorrió a Marina con una mirada rápida y evaluadora. No veía a una vagabunda, sino a una mujer joven, arreglada pero mortalmente agotada, con un buen abrigo bajo el cual asomaba la bata de hospital. Veía sus ojos enrojecidos de tanto llorar y la forma desesperadamente tierna en que apretaba al bebé. Tras años de trabajo en urgencias había aprendido a leer tragedias humanas sin necesidad de palabras.
— Ya — suspiró. — El marido es un cabrón, supongo, ¿no?
Marina asintió en silencio, y una nueva oleada de lágrimas le subió a los ojos.
— Ven conmigo, — dijo Anna Vasilievna con un tono que no admitía réplica. — No tenéis nada que hacer aquí sentadas, solo vais a coger todos los virus.
La llevó por un pasillo largo hasta una pequeña sala de enfermería donde había un sofá viejo y hundido y hervía una tetera eléctrica.
— Siéntate. Aquí puedes cambiar a la niña. ¿Quieres té? Con azúcar. Ahora mismo un poco de glucosa no te vendrá nada mal. Yo mientras le diré al médico de guardia que tenemos aquí una “perdida” con un bebé. No tengas miedo, nadie os va a molestar hasta la mañana. Descansa.
Ese gesto sencillo, esa preocupación prosaica, ese vaso de té caliente y dulce, ese sofá crujiente en un cuartito silencioso se convirtieron para Marina en un salvavidas en el océano helado de su desesperación. Cambió a Ksyusha, la meció y, cuando la peque por fin se durmió, se sentó al borde del sofá abrazando la taza que ya se enfriaba.
El sueño no llegaba. El shock empezaba a disiparse y, en su lugar, llegó una rabia fría y nítida como el acero. Una y otra vez, en su cabeza, sonaban las frases de Oleg: «La vendí», «Le di el dinero a mi madre», «Ella se lo merece». No había ni una gota de arrepentimiento, ni sombra de duda. Lo había planeado todo. Había utilizado su confianza, su amor, su embarazo como herramientas para su terrible estafa. La sacó de la maternidad solo para asegurarse de que no regresaría a un piso en el que ya vivían otros. Le llevó flores para que la escena de la traición fuera aún más humillante.
Ese pensamiento no la destruía, no. Curiosamente, le daba fuerzas. Las lágrimas se habían secado. En su lugar nació una decisión firme, fría como el hielo. ¿Pensaba que la había roto? ¿Que, abandonada y desprotegida, lloraría y se resignaría? No la conocía bien. Él solo había visto en ella a una esposa dócil y cómoda, ama de casa, un simple añadido a su propio piso. No había visto el carácter que le dejó su abuela — una mujer que vivió la guerra y enseñó a su nieta lo principal: nunca rendirse.
“La sorpresa”, sonrió Marina para sus adentros. Esa caja de seguridad ya no era simplemente un recurso para días negros. Era su arsenal. Su punto de apoyo. Su primer paso hacia la revancha. Mañana. Mañana iría al banco. Sacaría sus joyas. Las vendería. Sí, dolería separarse de ese recuerdo, pero la libertad y la seguridad de su hija valían más que cualquier reliquia. Con ese dinero alquilaría un piso. Contrataría al mejor abogado. Y recuperaría todo. No el piso — eso ya no se podía recuperar. Recuperaría su dignidad.
Les demostraría a él y a su querida mamita que no podían tirarla de su vida como a un trasto viejo. Lucharía. Por ella. Y por esa pequeña vida que dormía sobre sus rodillas.
Cuando fuera, tras la ventana, asomó un amanecer gris e inseguro, Marina ya estaba lista. Se lavó la cara con agua fría, se arregló lo mejor que pudo y salió en silencio de la enfermería. Anna Vasilievna dormitaba en un sillón junto al puesto de enfermería. Marina dejó una nota sobre la mesa: «Gracias por todo. Nos ha salvado». Y, tratando de no hacer ruido, salió a la calle.
La ciudad se despertaba. Los barrenderos madrugadores barrían las aceras, los primeros trolebuses salían del depósito. El aire estaba frío y limpio. Marina lo respiró a pleno pulmón. Era el aire de una vida nueva. Difícil, aterradora, pero su propia vida. Apretó con fuerza a Ksyusha contra sí y, con paso seguro y firme, se dirigió hacia el centro. Al banco. A su primera batalla.
Aprobado. Aquí está la cuarta parte de la historia.
Parte 4: El precio de la libertad
El banco la recibió con un lujo frío y silencioso. Los techos abovedados se perdían en lo alto, el suelo de mármol reflejaba las caras severas de los empleados, y el aire parecía impregnado del olor del dinero y de los secretos ajenos. Marina entró sintiéndose fuera de lugar en aquel templo de la prosperidad financiera. Llevaba el mismo abrigo sencillo, debajo aún la bata de hospital que no había tenido tiempo de cambiar, y en brazos a Ksyusha, dormida, su única pero mayor riqueza.
El guardia de la entrada la miró con recelo, pero no dijo nada. Ella se acercó al mostrador donde una joven con manicura perfecta y expresión aburrida revisaba unos papeles.
— Buenos días, quisiera acceder a mi caja de seguridad, — la voz de Marina sonó sorprendentemente firme, sin el menor temblor de la noche anterior. La noche pasada, vivida al borde de la desesperación, la había templado, convirtiendo la cera blanda en acero.
La empleada alzó la vista y en sus ojos brilló durante una fracción de segundo un destello de desdén.
— Pasaporte y contrato de alquiler, — dijo escuetamente.
Marina sacó en silencio el pasaporte y el contrato doblado en cuatro. Por suerte, todos los documentos estaban con ella: ese bolso preparado para la maternidad resultó ser su único “maletín de emergencia”. La chica tomó los papeles de mala gana, comprobó los datos en el ordenador. Sus cejas se arquearon ligeramente.
— Acompáñeme, — su tono se volvió un poco más respetuoso.
Pasaron varios tornos, bajaron al semisótano. El aire allí era aún más frío, olía a metal y a ozono. La masiva puerta redonda de la cámara acorazada, parecida a la entrada de un búnker de película de ciencia ficción, se abrió lentamente con un leve silbido, dejando a la vista el sanctasanctórum.
El empleado del depósito, un hombre mayor con traje impecable, revisó sus documentos de nuevo y luego abrió con su llave la primera cerradura de la caja número 77.
— Ahora la suya, — asintió, retrocediendo un paso.
Marina sacó su llave — la misma que guardaba en un bolsillo secreto del monedero. El corazón se le aceleró. La introdujo en la ranura, giró, y la pesada puertecita metálica cedió. Dentro había un pequeño contenedor forrado de terciopelo.
La llevaron a una sala pequeña, insonorizada, destinada a trabajar con los objetos de valor. Ya sola, Marina colocó con cuidado el contenedor sobre la mesa. Inspiró hondo y levantó la tapa.
Encima había una hoja de papel doblada en dos. Con su propia letra, escrita un año atrás, se leía: «Si estás leyendo esto, significa que ha pasado algo muy malo. No te rindas. Recuerda de quién eres nieta. Eres más fuerte de lo que crees».
Las lágrimas volvieron a subirle a los ojos, pero ya no eran lágrimas de desesperación. Eran lágrimas de gratitud: hacia su yo del pasado, hacia su intuición, hacia su abuela, que la había enseñado a ser fuerte. Dobló cuidadosamente la nota y la metió en el bolsillo.
Debajo de la nota, en el hueco de terciopelo, estaban ellas. Los pendientes de zafiros grandes, del color del cielo nocturno, rodeados de una lluvia de pequeños diamantes. La pesada pulsera de oro de labor trenzada que su abuela se ponía solo en días muy señalados. Varios anillos, uno de ellos con un gran rubí rojo sangre. No era simplemente un montón de joyas. Era la memoria. La memoria de una infancia feliz, del olor de los pasteles de la abuela, de sus manos cálidas y arrugadas.
Marina las contempló, y el corazón se le encogió de dolor. Deshacerse de ellas significaba cortar el último lazo con su pasado tranquilo y seguro. Pero no tenía otra salida. Ese era el precio de su libertad. El precio del futuro de su hija.
Cerró la caja con decisión. Ahora había que convertir ese recuerdo en un recurso. ¿Pero cómo? ¿Ir al primer compro-oro que encontrara? La engañarían, aprovecharían su desesperación. Necesitaba a alguien en quien poder confiar.
La solución llegó sola. Regresó a la sala de operaciones del banco y pidió hablar con el director. Tras una breve espera, la acompañaron a un despacho amplio. El director, un hombre de mediana edad con ojos inteligentes y penetrantes, la escuchó con contención pero con atención.
— Entiendo su situación — dijo cuando ella terminó. — Y no puedo recomendarle una casa de empeño. Pero conozco a una persona. Un viejo joyero, Isaak Markovich. Es el mejor tasador de la ciudad. Un hombre de la vieja escuela, su reputación es intachable. Le daré su dirección. Dígale que viene de mi parte.
Escribió una dirección y un número de teléfono en una tarjeta.
— Gracias. De verdad, muchas gracias, — susurró Marina.
El taller de Isaak Markovich resultó ser una tiendecita pequeña, casi invisible, en un callejón tranquilo del casco antiguo. Dentro olía a resina, a metal y a tiempo. El dueño, un anciano de pelo blanco con una lupa en el ojo, parecido a un gnomo de cuento, examinó largo y en silencio los tesoros que ella había traído, casi con reverencia.
— Buen trabajo — dijo por fin, apartando la lupa. Su voz era suave, con un ligero acento. — Las piedras son puras, reales. Especialmente los zafiros. Este tipo de piezas deberían estar en un museo, no en mi modesto taller. ¿Está segura de que quiere venderlas?
— No tengo opción — contestó Marina con firmeza.
Isaak Markovich la miró por encima de las gafas, luego miró a Ksyusha dormida en sus brazos. Suspiró.
— Bueno, a veces la vida nos obliga no solo a vender cosas, sino también recuerdos.
Dijo la suma. Era una suma abrumadora. Multiplicaba varias veces el precio por el que se había vendido el piso. Aquellas viejas joyas olvidadas en una caja resultaron ser toda una fortuna.
— Pero… no puedo recibir tanto dinero en efectivo — se desconcertó Marina.
— Y no es necesario, — sonrió el joyero. — Lo haremos todo oficialmente. Transferiré el dinero a su cuenta. ¿Tiene cuenta?
Ese mismo día, Marina abrió otra cuenta en otro banco. Cuando le llegó el mensaje al móvil confirmando el ingreso, se quedó mirando largo rato las seis cifras, sin creer lo que veía. Ya no era una indigente sin techo. Tenía un capital. Tenía un arma.
Lo primero que hizo fue alquilar una habitación en un buen hotel limpio. Por primera vez en cuatro días pudo darse una ducha caliente, lavando de su cuerpo la suciedad y la humillación de los últimos días. Pidió comida al cuarto: un caldo de pollo caliente y una ensalada. Comió despacio, saboreando cada bocado, y sintió cómo la energía volvía a ella.
Bañó a Ksyusha en agua templada, la envolvió en una toalla suave del hotel y la acostó en la enorme cama vestida con sábanas blancas. La pequeña suspiró dulcemente en sueños y sonrió. Mirándola, Marina sintió que su corazón ya no se llenaba de rabia, sino de otra cosa. De una fuerza tranquila, fría e inquebrantable.
Por la noche, después de acostar a su hija, se sentó a la mesa con un portátil que le prestaron en recepción. Escribió en el buscador: «Mejores abogados de derecho de familia y patrimonial».
La guerra había comenzado. Y ahora estaba preparada para ella.
En los días siguientes, la habitación del hotel se convirtió en un cuartel general. Marina actuaba con la frialdad metódica de un general que planifica una batalla decisiva. No buscaba venganza en su forma primitiva y ruidosa. Quería justicia. Completa, absoluta e inevitable.
Por recomendación del director del banco, encontró a Víktor Pavlovich, un abogado al que a sus espaldas llamaban “El Tiburón”. Era un hombre mayor, elegante, con una mirada penetrante que no se le escapaba nada y la reputación de no haber perdido jamás un solo caso de estafa patrimonial.
Tras escuchar la historia de Marina, no mostró la menor compasión. Su rostro permaneció impasible, pero en el fondo de sus ojos se encendió un brillo depredador, profesional.
— Su marido ha cometido el error clásico de todos los necios engreídos — dijo, golpeando suavemente la mesa con las yemas de los dedos. — Pensó que usted era una víctima. Destrozada, indefensa, incapaz de resistirse. No tuvo en cuenta una cosa: una persona acorralada se convierte en el adversario más peligroso. Nuestro plan constará de tres golpes. Rápidos, precisos y dolorosos.
El primer golpe fue al punto más sensible: su libertad. Víktor Pavlovich redactó una denuncia penal por estafa a gran escala.
— Un poder notarial general — explicó a Marina — no da derecho a enajenar la única vivienda de una familia con un recién nacido ni a apropiarse de todos los fondos. Sus actos no son una “riña conyugal”. Son un delito penal. Bloquearemos sus cuentas en el marco de la investigación. Que pruebe su propia medicina.
El segundo golpe fue jurídico. El abogado presentó una demanda civil para declarar nulo el contrato de compraventa del piso.
— No recuperaremos el piso; los nuevos propietarios son compradores de buena fe — aclaró con calma. — Pero les vamos a crear un dolor de cabeza tal, que ellos mismos empezarán a presionarlo a él. Embargo de actos registrales, pleitos… a nadie le interesa eso. Serán nuestros aliados involuntarios.
Y, por último, el tercer golpe, el más devastador: el informativo. El Tiburón organizó una “filtración accidental” de información a un periodista conocido por sus reportajes escandalosos. Dos días después, en un portal muy popular apareció un artículo con el titular estridente: «Padre del año: vendió el piso con su hija recién nacida para comprarle a mamá una casa en la playa». La historia, anónima pero con detalles fácilmente reconocibles, se esparció por las redes sociales provocando una ola de indignación.
Oleg y Tamara Pavlovna, por entonces, disfrutaban de la vida en un pequeño pueblo costero. Ya habían echado el ojo a una casita acogedora con huerto de cerezos y estaban negociando su compra. Ignoraron los primeros truenos. ¿Cuentas bloqueadas? Un error bancario. ¿Llamadas de los compradores furiosos del piso? Intrigas de la esposa abandonada.
Pero cuando en la puerta de su casa alquilada aparecieron dos policías del cuartel local para llevar a Oleg a declarar en el marco de una causa penal abierta en su ciudad de origen, su mundo idílico se vino abajo. El artículo de internet que les mostró el investigador fue el tiro de gracia. Sus nombres no aparecían, pero los detalles eran tan precisos que el pueblecito entero empezó a zumbar como un avispero. Tamara Pavlovna, que soñaba con ser una dama respetable, ya no podía ir al supermercado sin sentir miradas de desprecio y susurros a sus espaldas.
Oleg se quebró. Su primera llamada a Marina estuvo llena de rabia y amenazas. La segunda, de súplicas.
— Marishá, perdóname, he sido un idiota. ¡Retira la denuncia! Te devolveré el dinero, de verdad. Empecemos de nuevo, por favor.
Marina lo escuchó en silencio, abrazando a la dormida Ksyusha. En su alma no había ni ira ni compasión. Solo una calma fría y cristalina. Le pasó el teléfono a Víktor Pavlovich.
La respuesta del Tiburón fue breve y definitiva. Marina estaba dispuesta a retirar la denuncia penal que amenazaba a Oleg con una pena de prisión real. Pero él debía pagar. No con dinero. Dinero ya tenía ella. Exigía otra cosa.
— Divorcio. Inmediato, de mutuo acuerdo — articulaba el abogado al otro lado de la línea. — Renuncia total y sin condiciones a todos los derechos paternos sobre la niña. Su nombre nunca aparecerá en su partida de nacimiento. Jurídicamente dejará usted de existir para ella. Ningún encuentro, ninguna llamada, ninguna pensión alimenticia. Usted desaparece de sus vidas para siempre.
Del otro lado del teléfono cayó un silencio pesado.
— Ella… no puede… — balbuceó Oleg.
— Es su única condición. O firma la renuncia y se queda en libertad, o se prepara para el juicio por estafa. Pena de hasta diez años. Tiene veinticuatro horas para pensarlo.
Para Oleg era un dilema sin salida. Tamara Pavlovna, aterrorizada ante la perspectiva de un hijo delincuente y del escándalo público, ella misma empujó a su hijo a firmar los papeles. Su sueño de una vejez tranquila junto al mar se convirtió en pesadilla. Solo quería que todo acabara cuanto antes.
Oleg lo firmó todo. Se borró a sí mismo de la vida de su hija, comprando su propia libertad al precio de su paternidad.
Pasaron tres años. En una acogedora cafetería de París, que olía a café y croissants recién hechos, estaba sentada una mujer joven y elegante. En sus ojos jugaban chispas de alegría y en su dedo anular brillaba un fino anillo. Era Marina. Reía mientras escuchaba cómo su nueva pareja, un arquitecto francés llamado Pierre, contaba algo gracioso a su hija en común, la pequeña Ksenia de tres años, que devoraba encantada un helado de fresa.
Desde aquel día, Marina no volvió a mirar atrás. Invirtió el dinero en una pequeña empresa de informática que pronto “despegó”, convirtiéndola en una mujer acomodada e independiente. Viajó mucho, aprendió idiomas, disfrutó de cada minuto de su nueva vida libre. Conoció a Pierre en una exposición en Versalles. Él se enamoró de su fuerza, de su inteligencia, de la tristeza que todavía brillaba a veces en el fondo de sus ojos, y de su risa contagiosa.
Un día, hojeando las noticias en el móvil, se topó por casualidad con una fotografía. En ella salía un Oleg envejecido y consumido. Estaba junto a su madre, frente a una casucha de campo descascarada. Su sueño del mar se había quedado en sueño. El dinero que alcanzaron a gastar se había acabado, y el sello de estafadores cerró para siempre a Oleg las puertas de cualquier trabajo decente.
Sus miradas se cruzaron a través de la pantalla del teléfono. Él, en la foto, miraba al objetivo con una expresión de cansancio acorralado. Ella, en la realidad, veía delante de sí a su hija feliz y risueña y a un hombre que la amaba. Marina sintió… nada. Vacío. El pasado había muerto, se había desintegrado, convertido en polvo.
Bloqueó la pantalla, dio un sorbo a su aromático café y sonrió a Pierre. La “sorpresa” que un día dejó en aquella caja de seguridad no resultó ser solo un puñado de joyas. Era una llave. La llave de su fuerza. La llave de un futuro en el que no había lugar para traidores. No ganó un juicio ni recuperó un piso. Ganó su vida.

