Desde pequeña siempre fui la niña de papá. Crecí creyendo en su amor incondicional y su guía, hasta que todo se puso patas arriba. Ahora, a mis 23 años, sigo viviendo en la casa que mis padres me dieron como «refugio seguro», con una habitación y un baño privado en el segundo piso. Pero con el tiempo, esa sensación de seguridad comenzó a desmoronarse.

El comienzo: una rutina diaria estricta y una creciente inseguridad
Mi padre seguía unas reglas estrictas y creía firmemente que «el carácter se forja en la incomodidad». Constantemente me decía, sin piedad: «¡Hueles fatal! Ve a darte una ducha fría y usa el jabón que te he dado». Estas palabras sonaban en mi vida como una orden implacable. Aunque mi madre era cariñosa, siempre dispuesta a darme un beso o a prepararme una cena caliente, nunca me defendía de esas duras críticas.
Una vez, mi padre me entregó un trozo de jabón como nunca había visto antes. Era una pastilla verde con un olor peculiar, e insistió en que lo usara cada vez que me duchara con agua fría. Asustado y humillado, comencé a cumplir sus órdenes al pie de la letra. Pronto empecé a ducharme hasta cinco veces al día, frotándome la piel con tanta fuerza que se volvió seca, escamosa y áspera. Sin embargo, por mucho que lo intentara, mi padre seguía insistiendo en que olía a cebolla podrida.

Mitad: Una revelación devastadora
El punto de inflexión llegó cuando mi novio, Henry, empezó a notar que algo no iba bien. Me sentía tan insegura, tan desesperada por deshacerme de ese supuesto mal olor, que incluso dejé de quedar con él regularmente. Un día, en un momento de vulnerabilidad, le pregunté tímidamente: «¿Crees que huelo mal?».
Henry se rió, pensando que estaba bromeando, y se fue al baño. Un momento después, regresó pálido y conmocionado, con ese mismo jabón en las manos. Con los ojos temblorosos y lágrimas corriendo por su rostro, me preguntó: «¿Quién te dio esto? ¿De verdad te duchas con agua fría usando esto?».
Se me encogió el corazón. «Sí, me lo regaló mi padre… ¿Por qué?», logré preguntar. Entre lágrimas, Henry reveló la terrible verdad:
«No es jabón para el cuerpo, Amy, es un desengrasante industrial destinado a la limpieza de máquinas. Es tóxico y provoca quemaduras químicas. ¡No puedes usarlo en tu piel!».
El shock fue insoportable. En ese momento, la traición me atravesó el alma. No solo estaba dañando mi cuerpo, sino que lo hacía siguiendo las órdenes erróneas de la persona en la que más confiaba.

Fin: Liberación y nuevo comienzo
La revelación de Henry me abrió los ojos a una realidad que ya no podía ignorar. En aquel día angustioso, entre lágrimas y con las manos temblorosas, Henry me convenció de que fuera al hospital y contara lo que estaba pasando, calificándolo de maltrato. Pero no podía obligarme a calificar así las acciones de mi padre. La sola idea de considerar a mi propio padre como una persona capaz de cometer actos de maltrato era inconcebible.
Dividida entre el miedo y la desesperada necesidad de libertad, decidí que tenía que escapar. Con la ayuda de Henry, me mudé a un modesto apartamento que, aunque era pequeño y estaba escasamente amueblado, me parecía un refugio en comparación con la casa que una vez fue mi hogar.
Al día siguiente, reuniendo todas mis fuerzas y mi valor, volví a la casa de mis padres. Aferrándome al mismo trozo de jabón, me enfrenté a mi padre. «Nunca pensé que harías algo así», le dije con firmeza. «Este producto es tóxico, me ha envenenado la piel. ¿Por qué lo has hecho?».

Con una sonrisa fría y cínica, respondió: «Necesitabas aprender una lección. Y recuerda, ni siquiera eres mía».
En ese momento, todo cobró sentido: la humillación constante, la degradación continua y el silencio de mi madre, que nunca me defendió.
Ya no podía soportarlo más. Entre lágrimas, le advertí: «Oirás hablar de mi abogado».
Poco después, mi padre recibió una orden judicial y se enfrentó a un juicio que destruyó su arrogante confianza y arruinó su reputación. Las frecuentes visitas al hospital se convirtieron en parte de mi nueva realidad y, aunque las cicatrices físicas tardaron en sanar, finalmente comencé a encontrar paz y fuerza en mi recién adquirida independencia.
Hoy, viviendo con Henry y rodeada de amigos que lo apoyan, recuerdo aquellos días sombríos con una mezcla de tristeza y alivio. Esa dolorosa etapa me enseñó a cuestionar todo y a no aceptar nunca ciegamente lo que me imponen. He aprendido de la manera más dura que mi autoestima y mi seguridad nunca deben depender de las palabras crueles de nadie, ni siquiera de aquellos que deberían protegerme.

A pesar de las profundas heridas, poco a poco estoy recuperando mi vida, recuperando mi dignidad y mi libertad. Cada nuevo día es una oportunidad para sanar, crecer y reescribir mi historia en mis propios términos.