«¡PAPÁ, ESOS NIÑOS EN LA BASURA SE PARECEN A MÍ!» — UN NIÑO DEJÓ SIN PALABRAS A UN MILLONARIO…

«Papá, esos dos niños que duermen entre la basura se parecen a mí», dijo Pedro, señalando a los pequeños que estaban acurrucados uno contra el otro sobre un colchón viejo junto a la acera. Eduardo Fernández se detuvo y siguió la dirección del dedo de su hijo de cinco años. Dos niños, aproximadamente de la misma edad, dormían encogidos entre bolsas de basura: sucios, con ropa desgarrada, los pies descalzos llenos de raspones y heridas.

Al conductor del autobús se le encogió el corazón al ver aquella escena, pero intentó tomar a Pedro de la mano para volver con él al coche. Acababa de recogerlo del colegio privado en el que estudiaba y, como cada viernes por la tarde, volvían a casa pasando por el centro de la ciudad. Era una ruta que Eduardo solía evitar, prefiriendo las calles de los barrios más ricos. Pero el tráfico intenso y varios accidentes en la avenida principal los habían obligado a cruzar por aquella zona pobre y deteriorada.

Las calles estrechas estaban llenas de personas sin techo, vendedores ambulantes y niños jugando entre montones de basura apilados en las aceras. Sin embargo, el niño se soltó de golpe, con una fuerza inesperada, y corrió hacia los pequeños sin hacer caso a las protestas de su padre. Eduardo se apresuró detrás de él; no sólo le preocupaba cómo reaccionaría su hijo ante la miseria tan de cerca, sino también el peligro del lugar. Según los informes policiales, en ese barrio eran frecuentes los robos, el tráfico de drogas y los actos de violencia.

Su ropa cara y el reloj de oro los convertían en un blanco fácil. Pedro se arrodilló junto al colchón mugriento y se quedó mirando los rostros de los dos niños, que dormían profundamente, agotados por la vida en la calle. Uno tenía el pelo castaño claro, ondulado y revuelto por el polvo, exactamente igual que el de su padre; el otro, el cabello oscuro y la piel un poco más tostada en los párpados. Pero en los rasgos de ambos había algo sorprendentemente parecido a los suyos: las mismas cejas arqueadas y expresivas, el mismo rostro ovalado y delicado, incluso el pequeño hoyuelo en el labio superior, el mismo que Pedro había heredado de su madre fallecida.

Eduardo se acercó despacio, intentando conservar la calma, pero pronto aquella calma se transformó en algo parecido al dolor. Había en aquel parecido algo inquietante, imposible de explicar como una simple casualidad. Era como si estuviera viendo tres versiones del mismo niño en diferentes momentos de la vida.
—Pedro, vámonos ahora mismo. No podemos quedarnos aquí —dijo Eduardo, intentando sonar firme, pero sin apartar la vista de los niños dormidos, incapaz de despegarse de aquella visión imposible.

—Se parecen mucho a mí, papá. Mira sus ojos —insistió Pedro, justo cuando uno de los pequeños empezó a moverse lentamente y consiguió abrir los ojos con esfuerzo. El niño, aún somnoliento, los miró… y Eduardo vio dos ojos verdes, absolutamente idénticos a los de Pedro: no sólo en el color, sino en la forma, en la profundidad de la mirada y en ese brillo vivo que conocía tan bien. El niño se asustó al ver a los desconocidos tan cerca y, con movimientos suaves pero insistentes, empezó a despertar a su hermano con golpecitos nerviosos en el hombro.

Los dos se levantaron de un salto, pegándose el uno al otro, temblando —no sólo de frío, sino también por un miedo instintivo. Eduardo se fijó en que tenían los mismos rizos que Pedro, sólo cambiaba el tono del cabello. La misma postura, los mismos gestos, incluso la forma de respirar cuando estaban asustados era idéntica.
—No nos hagan daño, por favor —dijo el niño de pelo claro, colocándose instintivamente delante del hermano menor para protegerlo, y ese gesto heló la sangre de Eduardo.

Era exactamente así como Pedro defendía a los alumnos más pequeños en el colegio cuando alguien intentaba molestarlos: el mismo movimiento, el mismo valor a pesar del miedo. A Eduardo se le aflojaron las piernas y tuvo que apoyarse en la pared de ladrillo para no caer. El parecido entre los tres era abrumador, aterrador —era imposible creer que se trataba de una coincidencia. Cada expresión del rostro, cada gesto, cada movimiento del cuerpo: todo era igual. El niño de pelo oscuro abrió los ojos de par en par, y Eduardo estuvo a punto de desmayarse del espanto.

Eran los ojos de Pedro —igual de verdes, igual de penetrantes. Pero había algo aún más inquietante: la misma mirada curiosa mezclada con cautela; el mismo pliegue entre las cejas cuando estaba asustado o confundido; incluso el ligero temblor cuando sentía miedo. Todo —hasta el más mínimo detalle— era exactamente lo mismo que Eduardo veía cada día en su propio hijo. Los tres tenían la misma estatura, la misma complexión; juntos parecían reflejos de un mismo niño en un espejo roto. Eduardo se apoyó todavía más en la pared, sintiendo que la realidad se desmoronaba a su alrededor.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Pedro con inocencia infantil, sentándose en la acera sucia sin preocuparse por su caro uniforme escolar.
—Yo soy Lucas —respondió el niño de cabello claro, relajándose un poco al darse cuenta de que aquel chico de su misma edad no suponía una amenaza, a diferencia de los adultos que solían echarlos. —Y este es Mateo, mi hermano pequeño —añadió, acariciando con cariño el hombro del niño moreno.

El mundo de Eduardo comenzó a dar vueltas con más fuerza; sintió como si el suelo desapareciera bajo sus pies.

A Eduardo se le cortó la respiración. Permaneció inmóvil, mirando a los tres niños, tan parecidos entre sí que parecían tres reflejos del mismo niño en mundos diferentes. Las ideas se atropellaban en su mente, pero en el fondo del corazón empezaba a formarse una sospecha pesada.

—Lucas… Mateo… —susurró, más para sí mismo que para ellos. Aquellos nombres le sonaron extrañamente familiares, como la melodía antigua de una canción casi olvidada.

Se volvió hacia su hijo.
—Pedro, vamos al coche, ¿sí? —dijo en voz baja, aunque le temblaba la voz.

Sin embargo, el niño no se movió. Miraba fijamente a los dos pequeños, en cuyos rostros aún se adivinaban rastros de lágrimas secas.
—Señor… —dijo de pronto Lucas, con timidez pero con firmeza—. ¿No sabe dónde está mamá?

Eduardo se quedó helado.
—¿Mamá? ¿Qué mamá?

—La mamá Ana. Ella siempre decía que si algún día veíamos a un hombre con ojos verdes y el reloj en la mano izquierda, él nos iba a ayudar.

La sangre se le heló en las venas. Ana… el nombre de su esposa. La madre de Pedro. Pero Ana había muerto durante el parto, cinco años atrás. Al menos, eso fue lo que le dijeron en el hospital.

Dio un paso hacia adelante, respirando con dificultad. Lucas y Mateo retrocedieron, alertas.
—Ana… ¿es vuestra madre?

Lucas asintió, con una sonrisa sencilla y sincera.
—Sí. Ella siempre decía que somos tres —tres soles— y que cuando llegara el día, encontraríamos nuestra luna.

Eduardo sintió cómo su cuerpo se volvía pesado. Ante sus ojos aparecieron recuerdos fugaces: la habitación del hospital, las puertas cerradas, el médico al que nunca volvió a ver. Tal vez le habían mentido. Tal vez alguien había ocultado algo.

Se arrodilló para mirar a los niños directamente a los ojos.
—¿Dónde está vuestra madre ahora?

Lucas alzó la vista al cielo y luego hacia el final de la calle.
—Ella siempre decía que iba a volver cuando el sol volviera a iluminar la ciudad abandonada. Pero nunca regresó. Un día llegaron máquinas grandes y nosotros nos escapamos.

Eduardo apenas podía mantenerse en pie. Su mirada iba de Pedro a los dos hermanos desconocidos. Tres pares de ojos idénticos, tres destinos entrelazados en una sola vida.

Susurró, casi sin voz:
—Ana… ¿qué hiciste?…

De pronto, el ruido de la calle se hizo más fuerte. En algún lugar sonó una sirena de policía. Lucas y Mateo se estremecieron de miedo. Eduardo se irguió rápidamente.
—No tengáis miedo —dijo con calma—. Ahora estáis a salvo.

Abrió la puerta del coche e hizo un gesto para que subieran. Los niños dudaron, sin saber si debían confiar en él. Pero Pedro les sonrió y les tendió la mano. Lucas y Mateo, indecisos, subieron al vehículo.

Cuando el coche arrancó, el sol comenzaba a ponerse sobre la ciudad. Eduardo miró al espejo retrovisor: tres rostros iguales —uno sonriente, dos dormidos.

Y en ese momento, de la radio salió la voz amortiguada de un locutor:

«La policía ha reabierto el antiguo caso de la desaparición de Ana Fernández. Recordamos: la mujer desapareció de la maternidad hace cinco años…»

Eduardo pisó el freno con lentitud. Su mano temblaba. Miró de nuevo al espejo: tres pares de ojos verdes idénticos, separados por cinco años.

Y por primera vez en su vida no supo a quién estaba llevando a casa.

Eduardo permaneció al volante sin moverse. La radio seguía murmurando algo sobre el viejo caso, pero las palabras se distorsionaban, como si llegaran desde otra realidad. Pedro dormía apoyado en el hombro de Mateo, y Lucas miraba por la ventana, como si supiera exactamente adónde iban.

—¿A dónde nos lleva? —preguntó de repente.

Eduardo dio un respingo.
—A casa.

—Pero casa no es allí —respondió Lucas con calma, señalando hacia el lado contrario de la calle—. Es donde empezó todo.

Eduardo sintió cómo el corazón se le encogía una vez más. Puso el intermitente y condujo hacia donde el niño indicaba, sin preguntar por qué. Su instinto le decía que las respuestas lo estaban esperando allí.

Doblaron hacia un viejo polígono industrial, donde en otro tiempo se encontraba una clínica de la ciudad. El edificio llevaba años abandonado: ventanas rotas, pintura desconchada, una placa metálica oxidada con un rótulo casi ilegible: «Maternidad nº 3».

—Estuvimos aquí —susurró Mateo—. Cuando todo era muy ruidoso y había mucha luz. Luego se quedó oscuro.

Eduardo apagó el motor y bajó del coche. El aire olía a polvo, óxido y algo… familiar. Entraron en el edificio. El suelo crujía bajo sus pasos, las paredes estaban cubiertas de viejos grafitis.

De pronto, al fondo del pasillo, se encendió una luz. Débil, titilante, como la llama de una vela.

—¿Quién está ahí? —llamó Eduardo, pero nadie respondió.

Se acercó despacio… y se detuvo. En medio de la luz había una mujer. Vestido blanco, cabello oscuro, ojos color ámbar. Sonreía como si los hubiera estado esperando.

—Eduardo… —dijo, y el sonido de su voz recorrió su cuerpo como una descarga.

—¿Ana?..

Ella asintió.
—Sabía que los traerías. A los tres.

Él fue incapaz de moverse. Todo alrededor pareció quedar suspendido —hasta el aire dejó de fluir.

—¿Por qué? —consiguió decir—. ¿Por qué desapareciste? ¿Qué está pasando?

—No fue una desaparición —respondió ella con dulzura—. Fue una elección. Nos engañaron entonces. Sólo querían una cosa: tu gen, mi cuerpo… y la continuación.

Eduardo retrocedió, sintiendo que las paredes se cerraban a su alrededor.
—¿Qué estás diciendo?..

Ana se acercó a Lucas y le acarició la cabeza.
—Estos niños no son sólo nuestros. Son lo que debía quedar de nosotros. Pero tú no tendrías que haberlos visto.

Pedro se despertó y, al ver a la mujer, abrió los ojos de par en par.
—¿Mami?..

Ana sonrió y se arrodilló frente a él.
—Sí, cariño.

En ese instante, el sonido de sirenas volvió a escucharse fuera, más cerca. Alguien había visto el coche aparcado junto al edificio abandonado. Ana se puso de pie rápidamente.

—Nos han encontrado. Sólo tienes una opción, Eduardo —dijo—. O te vas con ellos ahora… o todo desaparecerá, como si nunca hubiéramos existido.

—Pero… ¿a dónde? —preguntó él.

—A casa —repitió ella con la misma sonrisa enigmática que Lucas había mostrado minutos antes—. Al lugar donde todo vuelve a empezar.

La luz se intensificó, el aire empezó a vibrar y Eduardo sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Las voces de los niños, el roce de la ropa, el ulular de las sirenas —todo se mezcló en un solo sonido.

Y luego, silencio.

La policía entró en el edificio pocos minutos después. Estaba vacío. No había coche, ni personas. Sólo una vieja fotografía en la pared, cubierta de polvo: una pareja joven con un recién nacido en brazos.

Bajo la imagen apenas se alcanzaba a leer la inscripción:

«Proyecto “Soles”. El experimento ha tenido éxito.»

Pasaron ocho años. En las afueras de una pequeña ciudad costera, lejos del ruido de las grandes avenidas, había una casa con contraventanas azules. Por las tardes, de una de sus ventanas salía una risa clara —risa de niños, brillante, llena de vida.

Los vecinos conocían al dueño como un modesto conductor de autobús llamado Eduardo. Hablaba poco de su pasado y nunca enseñaba fotografías. Lo único que sabían de él era que tenía tres hijos.

Lucas, Mateo y Pedro.

Eran inseparables, como si compartieran una sola alma. A veces parecía incluso que respiraban al mismo tiempo. En el colegio los llamaban «los tres soles». Nadie sabía quién era su madre y el propio Eduardo nunca lo explicaba. Sólo sonreía mientras los veía correr por la playa, dejando tras de sí huellas idénticas sobre la arena.

Una noche, cuando los niños ya dormían, Eduardo salió a la terraza. El viento traía el olor del mar. Sacó de un cajón una vieja fotografía —la misma del hospital. Ana sostenía al bebé, y en el reverso había un sello descolorido:

«Proyecto “Soles”. El experimento ha tenido éxito. Objeto —estable.»

Se quedó mirando la foto durante mucho rato. Después, lentamente, como quien acepta su destino, la quemó en un cenicero.

Las cenizas se elevaron en una pequeña nube y se deshicieron en la noche.

Desde dentro de la casa se escuchó una voz suave:
—Papá, ¿vas a ir mañana con nosotros a la feria?

Eduardo sonrió sin volverse.
—Claro, hijo. Con los tres.

Alzó la vista hacia el cielo: tres puntos brillantes resplandecían juntos, como si se tomaran de la mano.

Y, en algún lugar, en el borde del silencio, se oyó un susurro femenino conocido:

—Cumpliste tu promesa, Eduardo… Ahora todo vuelve a empezar.

«¡PAPÁ, ESOS NIÑOS EN LA BASURA SE PARECEN A MÍ!» — UN NIÑO DEJÓ SIN PALABRAS A UN MILLONARIO…
Llevé gratis en taxi a una anciana y unas semanas más tarde me vi envuelto en una amarga batalla judicial que nunca esperé.