¿Se fue con su amante? Qué lástima, ya tengo la mitad de la empresa.

— ¿Se fue con su amante? Qué lástima, ya tengo la mitad de la empresa. — dijo la esposa y sonrió con picardía. Y entonces sonó el teléfono.

Svetlana solo fingía estar dormida cuando Pável, procurando no hacer ruido, salió de la casa a las dos de la madrugada. Y su primera acción no fue una lágrima, sino un SMS de dos palabras: «Empezamos, hora».

Se quedó tumbada sin moverse, escuchando cómo arrancaba el motor de su caro todoterreno. No lloró. No se revolvió. Solo esperó. Contó los segundos. Exactamente trescientos. Necesitaba cinco minutos de silencio para estar segura de que él no volvería por el pasaporte olvidado, por el cargador, por la última gota de conciencia.

Luego se quitó la manta de un movimiento brusco. No llevaba un camisón, sino una especie de uniforme de combate: aquel viejo jersey de cachemir estirado que tanto le gustaba a Pável. Ironía. O su pequeña venganza.

En la cocina no encendió la luz del techo; iluminó la habitación solo con el pequeño aplique sobre la mesa. Sacó el portátil. Lo abrió, y el mundo se dio la vuelta. En la pantalla no la miraban fotos de sus vacaciones, sino esquemas, tablas, escaneos de documentos con la marca de agua «Departamento Jurídico». Medio año de trabajo silencioso y metódico. Medio año mientras Pável pensaba que era él quien estaba jugando su propia partida.

Hizo la primera llamada. No al abogado. No. Al mismo “técnico”, el estudiante, amigo de su hermano menor.

— ¿Lo tienes claro? — preguntó sin saludar.

— Lo lanzo, — la voz ronca del otro lado estaba llena de concentración. — Dentro de quince minutos tendrá acceso completo a todas sus cuentas en la nube: correo, documentos, fotos…

Fotos. Svetlana cerró los ojos un segundo. Y enseguida los volvió a abrir.

— Hazlo.

Bebió un sorbo de té frío, mirando por la ventana oscura. En ella se reflejaba su sombra pálida y decidida. Una mujer a la que ya no se puede engañar. Una mujer que juega su propia partida.

El siguiente movimiento. Sacó del estante superior del armario el viejo libro de recetas de su abuela. Entre las páginas con recetas de strudel había una diminuta tarjeta de memoria MicroSD. La conectó a un adaptador especial. Envió un paquete de archivos a tres direcciones distintas. Una, a Hacienda. Otra, a su socio silencioso, aquel que llevaba mucho tiempo esperando que Pável mostrara una debilidad. La tercera era su seguro.

El despacho de Pável. Su sanctasanctórum. Pasó los dedos por la superficie pulida de su escritorio, donde él había firmado alguna vez contratos que decidían su destino común. Su destino. Ahora allí mandaba ella. Sin hacer el menor ruido abrió el cajón secreto cuyo truco Pável le había revelado en un susurro ebrio en el quinto aniversario de boda: «Por si acaso, Svetka…». En el cajón había pasaportes, llaves de la caja fuerte y… una carpeta gruesa.

No la abrió. Simplemente la colocó a su lado, en el sillón. Una prenda. Control total.

El amanecer ya emborronaba el horizonte con una luz gris y sucia cuando terminó. Todo estaba listo. La trampa se había cerrado. Pável estaba en el aire, rumbo al sol y a las arenas, mientras su imperio se deslizaba silenciosa y dócilmente hacia otras manos. Hacia sus manos.

Se sentó en su sillón de cuero y se recostó en el respaldo. Encendió el teléfono, que todo ese tiempo había permanecido en silencio. Y solo entonces, mirando la pantalla donde ya hervían las notificaciones de los colegas alarmados, se permitió esa misma sonrisa pícara. La sonrisa de un gato que no solo se ha comido la nata, sino toda la lechería.

Y entonces sonó el teléfono.

Svetlana deslizó el dedo por la pantalla, descartando una notificación tras otra. Cada una, como una pequeña victoria. Pánico en el chat del consejo de administración. Gritos airados de su mano derecha. Se permitió una inspiración profunda. El aire en el despacho de Pável por fin se había convertido en su aire.

Y entonces contestó la llamada.

— Svetlana, soy Andréi. — La voz de su abogado era uniforme, profesional. Eficiente. — Los documentos han entrado en vigor. Todo limpio. Enhorabuena, es oficialmente la accionista mayoritaria. El paquete de control está en sus manos.

Las comisuras de sus labios temblaron, listas para curvarse en esa sonrisa. Jaque mate. Una jugada impecable.

— Gracias, Andréi. Usted…

— Espere. — El abogado la interrumpió bruscamente. En la línea se oyó un repiqueteo rápido y nervioso del teclado. — Yo… acabo de recibir una notificación del depositario. ¿Qué significa esto?

Svetlana frunció el ceño.

— ¿Qué notificación?

— Aquí… — Su voz se quebró; de la suavidad profesional cayó la máscara, dejando al descubierto un terror primario. — Aquí hay una solicitud de “Vostok-Capital”. Un fondo internacional. Para el embargo de todos los activos de la empresa. En garantía de una deuda.

El silencio en el despacho se volvió de repente denso, pegajoso, como sirope.

— ¿Qué deuda? — su propia voz sonó ajena, plana. — Él no tiene deudas con ningún fondo. Revisé todo. Cada crédito. Cada bono.

— ¡No es su deuda, Svetlana! — Andréi casi gritaba. — Es… ¡la deuda de la propia empresa! Bajo la garantía de su participación. Pero ese es precisamente el punto. ¡Su participación ya estaba en garantía según nuestro contrato! ¡La ha pignorado dos veces! ¡Es ilegal! ¡Eso no se puede hacer!

Svetlana se dejó caer lentamente en el sillón. El monstruo de cuero, que hacía un momento le parecía un trono, ahora era solo un pedazo frío de piel.

— Habla más claro.

— Él… Pável… ha hecho una operación paralela. Ha empeñado la misma participación dos veces: primero a usted, para tranquilizarla, luego a ellos. El fondo le dio un crédito colosal con esa garantía. El dinero… — el abogado se calló, y Svetlana oyó cómo tragaba saliva. — El dinero lo sacó. Ayer. Todos los activos líquidos. A través de una cadena de offshore. La empresa… Svetlana, la empresa ya no está simplemente dividida. Está en quiebra. Con deudas que superan varias veces su valor.

Ella no respiraba. El mundo se redujo a un punto en la superficie pulida de la mesa donde yacía aquel paquete de control de acciones conseguido con tanto esfuerzo. No valía nada. Peor aún: era un pagaré de deuda por una suma monstruosa.

— Y esas deudas… — empezó, pero la voz se le cortó.

— Esas deudas ahora… — Andréi no terminó la frase. No hacía falta.

Pável no la había abandonado. No la había traicionado.

La había comprado. Compró su seguridad en sí misma, su plan, su venganza. Y se deshizo de ella por cuatro duros, como de un activo innecesario. Su marcha no había sido una huida. Fue el acto final de la venta. Se había ido no con una amante. Se había ido de las consecuencias, dejándole como despedida no un corazón roto, sino un agujero negro financiero. Una empresa arrasada. Y deudas. Sus deudas.

Estaba sentada en su sillón, en su despacho, con sus deudas. Y comprendía que todo ese tiempo no había sido la directora, sino un personaje. En su juego.

El teléfono se le resbaló de la mano debilitada y cayó con un golpe sordo sobre la alfombra.

Un minuto. Cinco. Diez.

Svetlana permaneció en el sillón sin moverse. No solo se había derrumbado el negocio. Se había derrumbado su realidad. Toda su venganza, su plan, su seguridad… resultaron ser polvo que él había barrido de antemano bajo la alfombra de otro.

Ella no era una estratega. Era… un objeto de amortización.

Su mirada se deslizó hacia aquella gruesa carpeta del cajón secreto. La misma que él había llamado “por si acaso”. Sus manos se dirigieron solas hacia ella. ¿Quizá hubiera allí al menos algo? ¿El resto de un antiguo poder?

Abrió la solapa de la carpeta. Dentro no había dinero ni acciones. Había papeles. Y, en la primera hoja, su nombre. En grande. Svetlana Igórevna Morózova.

Empezó a hojearlos. Despacio. Luego más deprisa. El corazón se le aceleró no de miedo, sino de un helado estupor.

No era un dossier sobre Pável.

Era un dossier sobre ella.

Impresiones de antiguos correos de trabajo, en los que ella, aún inexperta, daba consejos a un contrincante cuyos negocios terminaron años después en desastre. Extractos de su cuenta personal, adonde diez años atrás entraban pequeños pero dudosos “bonus”. Fotos de sus encuentros con una persona que luego fue condenada por estafa. Nada mortal por separado. Pero reunido, entrelazado con comentarios ponzoñosos de un jurista invisible… aquello era un cuadro de coautoría. Un cuadro que solo podía pintar alguien que dormía con ella bajo las mismas sábanas. Alguien que conocía todas sus debilidades, todas sus sombras.

Él no solo había huido. Le había dejado un regalo de despedida. No flores. Sino una soga y el mapa de cómo aflojarla.

Todo encajó con una claridad terrible. Su esquema con el fondo no era solo venganza. Era… una oferta. Una situación sin salida en la que su única oportunidad era encontrarlo y negociar. No quería destruirla. Quería ponerla ante una elección: hundirse en deudas y causas penales sola o… volver con él a la mesa de juego.

La ira se fue. La sustituyó un silencio extraño y vacío. El silencio después de una batalla que ella había perdido antes de empezar.

Tomó su teléfono, abrió el chat que usaban para las cosas domésticas. «Compra leche». «El grifo gotea». Escribió allí solo tres palabras:

— Pável. Soy Svetlana.

La respuesta llegó casi al instante. En forma de mensaje silencioso.

— Lo sé.

Él esperaba. Maldita sea, estaba esperando ese mensaje. Ella lo imaginó con el móvil en la mano en alguna playa tropical. Sonriendo con su sonrisa astuta, de jabalí.

Marcó su número. Descolgaron de inmediato. Ningún “¿hola?”, solo una respiración tranquila. Él le daba la oportunidad de hablar. De pedir. De suplicar.

Svetlana cerró los ojos. Ante ella pasaron los años. Las peleas. Las reconciliaciones. Su risa. Su traición. Su jugada genial y vil. Eran dos caras de la misma moneda. Dos depredadores en la misma jaula.

Y lo entendió. Por completo, hasta el escalofrío.

No dijo «devuélvelo todo». No dijo «canalla». No dijo «te odio». Pronunció solo una frase. Con una voz baja, tranquila, casi íntima, la misma con la que alguna vez le había hablado de amor.

— ¿Sigues jugando?

En la línea reinó el silencio. Durante unos segundos. Luego oyó su voz. Sin triunfo. Sin rabia. Cansada. Profunda. Dolorosamente familiar.

— Siempre.

Y la comunicación se cortó.

Svetlana bajó lentamente el teléfono. Se acercó a la ventana. La ciudad despertaba, encendiendo millones de luces. Su imperio ya no existía. El de él, tampoco. Pero quedaba el tablero. Y quedaba el juego. Y tenía un compañero. El más peligroso, el más astuto y… el único que la entendía a medias palabras.

Se dio la vuelta, tomó del escritorio aquella carpeta. No la destruyó. Se convirtió en su nuevo contrato matrimonial. Dos cuchillas forjadas con la misma talla.

Y por primera vez en muchos meses Svetlana sonrió no para la cámara, no para el público. Sino para sí misma. Porque un juego limpio es aburrido. En cambio, una guerra limpia… Eso es para siempre.

¿Se fue con su amante? Qué lástima, ya tengo la mitad de la empresa.
Una historia de amor que superó los prejuicios