Volvía a casa en metro, como de costumbre, sumido en el sueño, y entonces me di cuenta de que en la siguiente parada entraba un chico. No era su mochila ni su pelo desordenado lo que le hacía destacar, sino el hecho de que iba descalzo, con unas deportivas hechas jirones y un calcetín desparejado. Se sentó entre los dos desconocidos e intentó disimular sus miradas.

La gente es rara con estas cosas. Algunos apartan la vista, otros miran fijamente, pero la mayoría finge no darse cuenta. Pero el hombre sentado al otro lado del chico no dejaba de mirar la bolsa que tenía a los pies. Era evidente que estaba pensando en algo.
Después de unas cuantas paradas, el hombre se inclinó, se aclaró la garganta y dijo en voz baja: «Oye, acabo de comprar estos para mi hijo, pero quizá te queden mejor a ti. Él ya tiene un par». El chico levantó la vista, sorprendido y un poco desconfiado, pero el hombre se limitó a entregarle las flamantes zapatillas azules con etiqueta.
Todos hicieron como que no miraban, pero se notaba el cambio de humor en el vagón. El chico miró las zapatillas y se las puso. Le quedaban perfectas. Susurró un «gracias», pero el hombre sólo sonrió y dijo: «No te preocupes, chico. Algún día lo conseguirás».
La mujer sentada frente a mí miró al hombre con complicidad y le dedicó una sonrisa tranquila y agradecida que parecía decir mucho. Yo también sentí que me invadía una sensación de calidez, y no sólo por el aire frío y cargado del vagón de metro. Había algo en aquel gesto tan sencillo, tan modesto y, sin embargo, tan lleno de significado, que me hizo sentir que tal vez el mundo no era tan malo como parecía.
El chico pareció relajarse un poco después de ponerse los zapatos nuevos. Se removió en su asiento, dejó de juguetear con la puntera desparejada y se reclinó en la silla, con los ojos clavados en sus nuevas zapatillas como si fueran un pequeño milagro. Y para él, quizá lo fueran. Pensé en su historia: cómo había acabado descalzo, caminando por la ciudad con un par de zapatos desparejados. ¿Era un vagabundo? ¿Tal vez tenía un mal día?

El vagón del tren se llenó de los sonidos familiares del tintineo de las monedas, los murmullos silenciosos y el rumor de los raíles bajo nosotros, pero por un momento pensé que el tiempo se había ralentizado. Miré a mi alrededor, a todos nosotros atrapados en nuestros propios mundos, y pensé: si todos pudiéramos ser un poco más como este hombre, ofreciendo ayuda sin esperar nada a cambio.
Después de recorrer algunas paradas, no pude evitar que el chico mirara de vez en cuando al hombre, con una expresión de contradicción en el rostro. No es que no apreciara los zapatos, sino que no sabía cómo interpretar tanta amabilidad. Parecía querer decir algo más, pero permaneció en silencio.
Finalmente, el chico se levantó para bajarse en su parada. Antes de bajar del tren, se volvió hacia el hombre que le había dado los zapatos.
«Hola», dijo el chico, con la voz ligeramente temblorosa. «Gracias. Yo… no sé qué decir».
El hombre asintió de nuevo con una leve sonrisa que no parecía tener ningún atisbo de pretensión en ella, sólo una tranquila comprensión. «No tienes que decir nada, chico. Sólo asegúrate de transmitirlo alguna vez».
El chico asintió, levantando ligeramente las correas de su mochila, y salió del tren, desapareciendo entre la multitud. Los demás volvieron a sus rutinas habituales. Algunos ya estaban inmersos de nuevo en sus teléfonos, otros hojeaban libros o periódicos, pero yo no podía dejar de pensar en lo que acababa de ocurrir.

No sabía qué le había pasado al chico, pero esperaba que se llevara consigo ese pequeño acto de bondad, que de alguna manera le hiciera la vida más fácil, que le diera esperanza cuando más la necesitaba. Y mientras pensaba en ello, me pregunté: ¿Y si todos hiciéramos algo así todos los días?
Pasaron unas semanas y no volví a pensar en aquel momento con demasiada frecuencia. La vida volvía a ser ajetreada. Pero entonces, en otro viaje en un metro abarrotado, me encontré en una situación que no pude ignorar.
Estaba de pie cerca de la puerta, agarrado al pilar, cuando me fijé en una anciana sentada en una silla de ruedas en medio del vagón. Se esforzaba por sostener el bolso, intentando que no se le resbalara del regazo mientras mantenía las manos firmes. Su rostro estaba cansado y rugoso por la edad, pero tenía una serena dignidad, y no pude evitar fijarme en que sus zapatos, viejos y gastados, habían visto claramente días mejores.
El tren estaba abarrotado y nadie pareció darse cuenta de su lucha. Tuve la tentación de apartar la mirada, de fingir que no la veía, pero no pude. Me vino a la mente la cara del chico del viaje en metro de hacía unas semanas. Y pensé: si no ayudo ahora, ¿qué dirá eso de mí?
Me abrí paso entre la multitud, me arrodillé a su lado y le tendí la mano para ayudarla a levantar la bolsa. Levantó la cabeza sorprendida, pero su rostro se suavizó al ver mi ofrecimiento.
«Gracias», dijo con voz suave, casi vacilante. «A veces es muy difícil mantener la compostura».

Sonreí y la ayudé a acomodar su bolso. Charlamos un rato y me enteré de que estaba pasando por un momento difícil. Su marido había fallecido hacía unos meses y sus hijos vivían lejos. Se pasaba el día haciendo recados y acudiendo a citas médicas, pero no podía deshacerse de la soledad que no la abandonaba.
Antes de irse, volvió a darme las gracias, pero esta vez sentí algo diferente. No lo hice por reconocimiento, pero me invadió una sensación tranquila y cálida. La misma sensación que había experimentado hacía unas semanas mientras viajaba en metro: la sensación de que los pequeños actos de amabilidad pueden marcar la diferencia en la vida de alguien, aunque sólo sea en su día.
Y entonces, cuando estaba a punto de marcharse, me entregó un pequeño papel doblado. No sabía lo que era, pero lo cogí, pensando todavía en lo que habíamos hablado. Cuando llegué a casa, abrí el papel y encontré una nota dentro, escrita con letra fina:
«Gracias por la amabilidad que has tenido conmigo hoy. No sabes cuánto significa para mí. Te lo transmito de una pequeña manera: aquí tienes un cupón para una comida gratis en la cafetería a la que fui con mi marido. Es algo pequeño, pero espero que te haga sonreír».

El cupón era para un restaurante al que había echado el ojo hace meses, pero que nunca había encontrado el momento de visitar. El gesto era sencillo, pero muy significativo. Ella no lo sabía, pero este cupón era algo más que una comida gratis: era un recordatorio de que la amabilidad tiene una forma de cerrar el círculo.
Al día siguiente decidí visitar un café. Cuando entré, me recibió un ambiente acogedor y me sentí como si hubiera entrado en otro mundo. La comida estaba deliciosa y, cuando me senté a comer, no pude evitar sentirme agradecida, no sólo por la comida gratis, sino por todo lo que me había traído hasta ese momento. No se trataba sólo de la comida o del gesto; se trataba de cómo dos personas, desconocidas la una para la otra, conectaban de una forma tan natural, tan humana.
Me hizo pensar en el viejo adagio: «Lo que va, vuelve». Y puede que no siempre ocurra a gran escala. Tal vez ocurra en pequeños momentos, como cuando un hombre regala un par de zapatos a un niño o un desconocido tiende la mano a alguien que lo necesita. Tal vez el Universo equilibre las cosas a su manera, recompensándonos por la bondad que mostramos, aunque lleve tiempo.
Mientras disfrutaba de la comida y de la tranquilidad de la cafetería, me di cuenta de que la amabilidad no sólo cambia la vida de los demás, sino también la nuestra. No siempre vemos el efecto inmediato de nuestras acciones, pero el efecto dominó es real. Y a veces son los gestos más pequeños los que dejan las huellas más grandes.

Así que a todos los que lean esto: Si alguna vez tenéis la oportunidad, sed esa persona que tiende la mano, sonríe, da un par de zapatos a alguien que lo necesita. Puede que nunca sepáis qué efecto tendrán vuestras acciones, pero creedme, os lo devolverán de maneras que ni siquiera esperáis.
Y si esta historia ha resonado en ti, compártela con alguien que pueda necesitar hoy que le recuerden el poder de la bondad.