Tengo 45 años, soy Gerald, conductor de autobús escolar. Recorro la misma ruta desde hace 15 años —con lluvia o nieve— y he visto de todo. Pero la semana pasada… nada pudo prepararme.

Este invierno tenía algo que te hacía sentir como un fantasma. El frío devoraba el aire y cada exhalación dejaba una estela turbia, como prueba de que aún existías.

Aquella mañana, cuando los críos saltaron del autobús y la risa se cerró con las puertas de la escuela, sentí un hueco. Como si el calor se hubiera marchado con ellos. Quedamos sólo el motor viejo, yo y el crujido de la nieve bajo las ruedas.

Como siempre, hice el recorrido por el autobús —vieja costumbre—. Nunca sabes qué dejan: gorros perdidos, manzanas machacadas, cuadernos olvidados. Pero esta vez algo era distinto.

Un sollozo leve.

Me quedé inmóvil.

—Eh… —dije despacio—. ¿Quién está ahí?

Desde el asiento del fondo asomó una cabecita. Un niño. Ocho, quizá nueve años. Demasiado flaco para ese frío, la chaqueta desabrochada, los ojos más grandes de lo normal.

—Leo… —recordé—. Eres de tercero, ¿verdad?

Asintió. Pero no dijo nada.

—¿Por qué no bajaste, campeón?

Escondió las manos a la espalda. Silencio. Por fin susurró:
—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Porque… —vaciló—. Porque mamá dijo que hoy no puedo volver.

Algo se me encogió por dentro.

—Leo, estamos en la escuela, no en tu casa —intenté sonreír, quitar hierro—. Seguramente tu mamá quiso decir otra cosa.

Entonces sacó las manos de detrás.

Sostenía unas manoplas rosas, pequeñas. Demasiado pequeñas para ser suyas. Y demasiado familiares.

Las conocía. Eran las de Marcy. Esas con gatitos que su madre le compró por Navidad.

—¿Dónde las encontraste? —pregunté con cuidado.

—Estaban delante de la casa —dijo—. En la nieve. Mamá me dijo que no podía contárselo a nadie.

De pronto, algo se quebró en su voz. Empezó a temblar.

—Pero Marcy ya no estaba…

Se me heló el corazón.

—¿Cómo que «no estaba»?

—Mamá dijo que debo callar —susurró—. Dijo que si se lo digo a alguien, ellos… volverán por nosotros.

No recuerdo cómo llamé a la policía. Cómo les dije que uno de mis niños podía estar en peligro. En la cabeza sólo tenía la risa de Marcy del día anterior. Esa vocecita: «¡Eres tan tonto, Gerald!».

Las horas se estiraron como una eternidad. Sólo hacia el mediodía llegó la noticia.

Habían encontrado algo.

La casa de los Harper estaba al final de Maple Street —justo tras el bosque—. Cintas policiales, perros, luces parpadeantes. Todo ocurría como en un sueño.

Me quedé en el autobús, mirando por la ventana. Cuando sacaron el cuerpo en una bolsa negra, no necesitaba que me dijeran quién era.

Marcy.

Sólo tenía cinco años.

No podía respirar.

Leo estaba a mi lado, hecho un ovillo, callado. Por fin preguntó:
—¿Ahora está dormida?

No encontré qué responder.

Los días siguientes fueron una niebla. Interrogatorios, preguntas, prensa.
«La desaparición de la niña de Maple Street — hallazgo espantoso».
Escribían de todo. De la madre de Marcy, a la que supuestamente vieron con un hombre. De las sospechas sobre el padre. Pero lo peor fue que los niños del autobús dejaron de reír.

El autobús se volvió silencioso como una tumba.

Leo siempre se sentaba solo, mirando por la ventana. La policía intentó interrogarlo, pero él no hablaba. Nadie sabía qué había visto realmente.

Hasta que llegó ese viernes.

Era tarde ya, las clases habían terminado. Último recorrido. Sólo quedaba Leo.

—Eh, pequeño, ¿todo bien? —pregunté, como siempre.

No contestó. Miraba fijo al frente.

—Oí que te vas a vivir con tu tía —probé—. Está bien. Lugar nuevo, empezar de cero.

Entonces dijo algo que me heló la sangre.

—Ella dice que tú también estabas allí.

Me quedé de piedra. —¿Qué?

—De noche. Donde Marcy…

—Leo, ¿de qué hablas?

—Mamá dijo que te vio. Que llegaste en el autobús. Que te llevaste a Marcy.

El mundo se vino abajo.

—Leo… tu mamá se equivoca. Yo jamás…

—Pero yo también te vi —me interrumpió. Su voz estaba vacía—. Bajaste del autobús. La tomaste de la mano. Y luego…

—¡Basta! —grité, tan fuerte que todo retumbó.

Leo me miró tranquilo.
—Mamá dijo que volverías por mí.

El motor del autobús se apagó.

No recuerdo cómo terminé en Maple Street. Cómo fue que volví a conducir hasta allí. La oscuridad era espesa, los faroles titilaban.

Bajé. El aire olía a hollín y nieve. De la casa quemada de los Harper aún salía humo —alguien la había incendiado la noche anterior—.

Y entonces lo vi.

En el sendero agrietado, entre ceniza, yacía una muñeca de peluche. La misma que Marcy siempre llevaba en las rodillas en el autobús.

Y al lado, otra cosa. Una foto vieja.

Yo. Y una niña. Con mi autobús de fondo.

Me quedé petrificado. Habría jurado que esa foto nunca se tomó. Pero era yo. Sonriendo, con ella en brazos.

En mis oídos sonó una voz. Suave, conocida.

—Pídele a mamá que te compre una bufanda nueva, Gerald…

Me giré en seco. Nadie. Sólo el viento.

Al día siguiente la policía encontró mi autobús, aparcado junto al bosque. El motor aún encendido, las luces prendidas, las puertas abiertas.

En el asiento del conductor había una bufanda vieja, muy usada.

Y una nota con letra infantil:

«No vuelvas por nosotros. Ya estamos en casa.»

Hasta hoy, cuando en invierno pasas por Maple Street y oyes risas de niños, nadie se sube. Pero algunos conductores juran haber visto un viejo autobús amarillo avanzando entre la nieve.

Al volante va un hombre con bufanda.
Y en el último asiento, una niña con trenzas.

Tengo 45 años, soy Gerald, conductor de autobús escolar. Recorro la misma ruta desde hace 15 años —con lluvia o nieve— y he visto de todo. Pero la semana pasada… nada pudo prepararme.
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