Tras perder a su mujer y a su hijo, Bert, de 91 años, dejó de creer en los milagros. Pero todo cambió cuando un cachorro, abandonado en una caja de cartón, se cruzó en su camino. Dos años después, cuando el mismo perro desapareció, Bert, tratando de encontrarlo, descubrió un milagro mucho mayor de lo que hubiera podido imaginar.

El viento otoñal agitaba las hojas mientras Bert caminaba arrastrando los pies por el conocido sendero de la iglesia, con su viejo bastón golpeando el pavimento. A sus 91 años, cada paso era deliberado, y cada respiración era un recordatorio de la larga vida que había vivido… casi siempre solo.
La niebla matinal cubría la calle con un manto gris perla, cuando un sonido llamó su atención. De una caja de cartón empapada por la lluvia que estaba en la acera salió un gemido apenas audible.
Las rodillas artríticas de Bert protestaron cuando se agachó para examinar la caja. Dentro, un pequeño cachorro blanco y negro temblaba, con los ojos grandes y suplicantes. Pegada a la caja había una nota arrugada: «¡Cuídalo!».

El corazón del anciano, endurecido por décadas de soledad tras perder a su esposa Martha y a su hijo James en aquel terrible accidente de coche, se ablandó al ver a la indefensa criatura.
Bueno», susurró, “parece que Dios obra de maneras inescrutables”.
Bert tomó al cachorro en sus temblorosas manos, lo escondió en su abrigo y regresó a casa. La iglesia podía esperar… Aquella pequeña alma le necesitaba más.
Llamó al cachorro Sebastian. Martha siempre había dicho que así llamarían a su segundo hijo, pero el destino había decretado otra cosa.

Los tiernos ojos del bebé le recordaban la bondad de Martha, y el nombre era perfecto. «Espero que te guste, cariño», dijo Bert, mientras el cachorro movía la colita.
Desde aquel día, Sebastián llenó la tranquila casa de Bert de alegría inesperada y alegres ladridos.
Sebastian se convirtió en un hermoso perro con una característica mancha blanca en forma de estrella en el pecho. Se acostumbró a llevarle las zapatillas a Bert todas las mañanas y a sentarse a su lado a la hora del té, como si supiera exactamente lo que el anciano necesitaba.
Durante dos años fueron inseparables. Sebastian se convirtió en una excusa para que Bert se despertara, saliera a la calle y volviera a sonreír. El perro esperaba junto a la ventana cuando Bert iba a hacer la compra y movía tanto la cola que todo su cuerpo temblaba cuando el anciano regresaba.

Sus paseos nocturnos se convirtieron en parte integrante de la vida del vecindario, la figura encorvada y su fiel compañero avanzando lenta pero alegremente por las calles crepusculares.
Llegó aquel terrible jueves de octubre.
Durante toda la mañana, Sebastián se había mostrado inquieto, con los oídos aguzados por algo que sólo él podía oír. Los perros callejeros del vecindario estaban especialmente activos aquel día, y sus ladridos provenían del viejo parque del instituto.
Como Bert sabría más tarde, una hembra en celo había atraído a muchos de los perros locales a la zona. Sebastian se acercaba a la ventana de vez en cuando, gimoteando suavemente y moviendo la cola mientras se paseaba cerca de la puerta.

Al principio, Bert no se preocupó demasiado. Sebastian siempre era obediente y nunca se paseaba.