Me llamo Marta y tengo 72 años. A lo largo de mi vida he comprendido una verdad sencilla, pero importante: el amor no es solo un sentimiento, sino también acciones. A veces, es precisamente a través de nuestras acciones como demostramos a las personas lo mucho que las queremos y lo mucho que valoramos su presencia en nuestras vidas.
Dediqué toda mi vida a mi hija Angela y, más tarde, a mi nieta Riley. Crié a Angela sola después de que su padre, mi marido Bill, falleciera en el trabajo. Trabajaba en la biblioteca municipal, vivía modestamente, pero con el corazón lleno de calor y amor por los libros. Siempre andábamos justos de dinero, pero yo hacía todo lo posible para que ni a mí ni a mis seres queridos nos faltara nada.

Cuando nació Riley, mi amor no hizo más que aumentar. La llevaba a la guardería, le cosía trajes para las fiestas infantiles, le hacía pasteles con forma de castillos y dinosaurios, siempre estaba a su lado cuando mi hija se cansaba. Era esa abuela que siempre llevaba en el bolso tiritas, chicles o cualquier otra cosita que pudiera hacer el día de su nieta más fácil y alegre.
Pero la vida a veces nos pone a prueba. Angela murió repentinamente de una enfermedad, con solo 42 años. Me quedé sola con Riley, de quince años, y tuve que convertirme para ella en madre, amiga y apoyo al mismo tiempo. Juntas superamos el dolor, aprendimos a seguir adelante y encontramos la fuerza para disfrutar de las pequeñas cosas.
Riley creció como una chica independiente y decidida. Le encantaba organizar bodas: hacía álbumes con recortes de revistas, estudiaba los detalles y se inspiraba en diferentes ideas. Una vez me contó su sueño: la «boda perfecta», pero me confesó que le daba miedo que fuera demasiado cara.
Recordé nuestra antigua casa, la risa de mi hija, los pasos de la pequeña Riley sobre el suelo que crujía, las fiestas familiares… y tomé una decisión: vender la casa que había formado parte de mi vida y destinar el dinero a la boda de mi nieta.

Riley lloró de felicidad y me dio las gracias. Para mí era importante ver su alegría, porque su felicidad se había convertido en el sentido de mi vida.
Pero a medida que se acercaba el día de la boda, no recibía ninguna noticia. Ni despedida de soltera, ni prueba del vestido, ni invitaciones. Decidí visitar a mi nieta y escuché unas palabras que me hirieron:
— Abuela, no te hemos invitado. Para nosotros es importante que todos los invitados sean más jóvenes y enérgicos.
Me dolió mucho. Todo lo que había hecho por su sueño resultó ser «insuficiente». Pero respiré hondo, me tranquilicé y decidí: que ella misma organizara la boda y yo devolvería el dinero al banco.
A los pocos días, Riley vino a verme con lágrimas en los ojos. Me dijo que se había dejado llevar por los detalles de la boda, los consejos y las fotos de Internet, y que se había olvidado de quien siempre había estado a su lado. Nos abrazamos y decidimos que prepararíamos la boda juntas.
La boda se celebró en un jardín público junto a la biblioteca donde trabajé durante muchos años. El vestido era sencillo, pero bonito. Había música jazz en directo, todos reían y bailaban, y asistieron tanto niños como adultos. La alegría era auténtica, sin ostentación. Cuando llevé a mi nieta al altar, ella dijo en voz alta:

«Esta mujer siempre ha estado a mi lado. Me ha salvado más de una vez».
En ese momento comprendí que el amor verdadero es el cuidado, el apoyo y la disposición a sacrificarse por los demás. Las buenas acciones se devuelven, y el cuidado sincero por los seres queridos siempre es importante.
Hoy sé que la felicidad no se mide con dinero ni con atributos externos. Se encuentra en esos momentos en los que estamos juntos, en los que podemos apoyarnos y regalarnos alegría. Y ese es el legado más valioso que podemos dejar a nuestros hijos y nietos.